viernes, 31 de agosto de 2012

Cuentos neoyorquinos de (última) luz de agosto

 Ella estaba angustiada. El bebé no paraba de berrear. Su llanto la ponía nerviosa y le entristecía. Pronto se les acabaría la leche. No les quedaba nada atrás. Sus últimos ahorros los habían gastado en los pasajes de aquel tren. ¿Y para qué? Tampoco sabían a dónde iban. Él, sin embargo, tenía una sonrisa plácida en el rostro.
-Bueno, ¿y qué vamos a hacer?
Él se tomó un instante antes de responder.
-Bajarnos en la próxima parada.
-¿Y qué hay ahí?
La miró a los ojos y le dijo:
-¿No lo ves? El atardecer.



                                                     El ocaso de un imperio
 




















El alguacil de la prisión, de un tiempo a esta parte, estaba recibiendo muchas quejas sobre el preso de la celda número 209. Un día sí y otro también venía un carcelero distinto a decirle que no le pensaban llevar más la comida al recluso porque, en cuanto lo intentaban, les quemaba los dedos y los ojos. El alguacil hacía oídos sordos a aquellas disparatadas protestas, hasta que un día que lo despertaron de la siesta, quiso saber, furioso y dando una patada a una silla: "¿¿Pero se puede saber a quién cojones tenemos encerrado en la celda 209??".
-Al sol, su señoría...

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