viernes, 5 de mayo de 2017

Molinillos a volar


Los vecinos del edificio de enfrente tenían un molinillo de viento. Un molinillo amarillo. Estoy convencida de que, con tal de tenerlo, organizaron el resto de su vida. Y eso incluía comprar una casa con dos balcones exteriores, para colocarlo en el de la derecha, el primero que se ve según subes la calle. Así se convirtieron en la pareja que vive enfrente. 

No se les puede negar que, respecto al molinillo, tomaron todas la precauciones. Lo abrazaron a uno de los barrotes forjados de la barandilla con hasta ¡cuatro bridas!, jalonadas a lo largo del largo tallo verde. La espléndida corola de la margarita amarilla comenzó a girar delirantemente apenas la rozó un dedo de aire. Ellos lo celebraron como quien inaugura una de esas ferias universales que ya no se hacen. 

A partir de ese día, mi rutina, en cuanto abría la ventana, pasaba por dirigir mi primera mirada, y un saludo, al molinillo. Enrolado en una vuelta sin fin, que lo convertía en un borrón indistinguible. En un airoso fuego fatuo. Hasta que una mañana fui a decirle hola y ya no estaba. Menudo vacío. Sus propietarios constataban, consternados, que un arrechucho de viento del noroeste se lo había llevado en volandas allende los cielos. No lo había desgajado, no lo había partido. Sino que la aureola se había elevado limpiamente, como un helicóptero al despegar, línea recta hacia arriba, rumbo incierto. 

No tardaron ni dos horas en reponerlo. Nunca, ni en campo ni en invernadero, se vio crecer con tanta rapidez como en aquel balcón una nueva margarita. Previsores y escarmentados, unieron las dos piezas mediante un vendaje de cinta adhesiva. Y, con este apaño, el molinillo, aquel guiño de sol, siguió venteando su donaire al final de nuestra calle. 

En lo sucesivo, adopté la costumbre de consultar obsesivamente el parte meteorológico con un difuso temor; pitonisa de borrascas, que escudriña en las isobaras de la mano y los posos de los anticiclones una inminente desgracia. No se hizo esperar. 

Me la anunció un pétalo amarillo marchitándose sobre el suelo de mi terraza, tras haber salido arrebatado de su eje circular por el zarandeo del ventarrón del noroeste. Horas después, cuando ya el cielo se había calmado, se pudo efectuar recuento de supervivientes: sólo dos pétalos, lacios, inmóviles, desarbolados. Un dúo triste y lamentable, que ella se apresuró a retirar de la baranda exudando, yo lo olí, un aire de derrota. 

Avizoré expectante la infatigable, la consabida sustitución, que, claro que sí, tenía que llegar. En las siguientes jornadas, espiaba por las rendijas de las persianas venecianas al pasar, al desgaire, al través de los visillos, o cuando izaba el estor, con el anhelo puesto a punto de sorprender un destello rodante, un frenesí amarillo. Pero fue en balde. 

El balcón -despojado, deshojado- se convirtió en uno más de entre los muchos de la calle. Dejé de diferenciarlo. Ya no habría sabido asegurar dónde vivía la pareja de enfrente. Hasta que una tarde la vi a ella, que había salido a leer a la luz de los últimos rayos. El libro, de Ana María Matute, se titulaba "Paraíso inhabitado". Acaso, en eso se había transformado aquella casa: edén inhabitable para un Adán y una Eva agobiados por un exceso de ropaje en el agosto de Madrid. 

Y entonces alguien gritó abajo. Era él, que remontaba la acera, y decía: "Para que la tercera sea la vencida, a veces, hay que cambiar de color. Probemos con el rojo". Y de una bolsa de plástico que traía bajo el brazo, sacó un nimbo carmesí que agitó triunfalmente. Ella sonrió. Tal vez se proponían que aquella amapola adormeciera a los vendavales con su pipa de opio. 

Ya los dos arriba, coronaron solemnes el tallo descabezado, y dos segundos después, apenas lo rozó un dedo de aire, el molinillo comenzó a girar delirantemente. Le eché una última mirada antes de cerrar la contraventana, y, por primera vez en semanas, me fui a dormir con esperanza. La dirección del viento había cambiado.


El alimento de la lectura

23 de abril



Ojalá todos los lectores fuéramos tan entusiastas como ésta que le tocó a Gloria Fuertes. ¡Feliz día del libro! Provechosas lecturas y mejores digestiones.


Cazador cazado

9 de marzo


De esto que avisto a una señora y un chico haciéndose una foto y resulta que el chico es el pequeño Nicolás. Desde luego la justicia poética nunca se olvida de sentar el mazo: se hacen fotos con él porque él se las hizo con otros. Hermoso si lo piensas, como el ciclo de la vida sin fin que lo envuelve todo. La señora se despide a voz en cuello en los términos que siguen: "Y que sepas que eres más guapo que en la tele, que tienes muy buen tipo".
Pocas faltas de complejos habrá más osadas que la de la España cañí.