jueves, 19 de marzo de 2020

Yo me quedo en casa

Me ha despertado la urgencia. Con un pescozón en el estómago. De la impresión, he tenido que incorporarme, como un resorte. Y aún diré más: me ha hecho sacar las piernas (y por ende los pies) fuera de la cama, afianzarme sobre ellos, y dar unos cuantos pasos. Los suficientes para salir del dormitorio, atravesar el salón, descender las escaleras comunitarias tras bajar el picaporte, franquear la puerta de mi casa en pijama, encontrarme de pronto en el portal. Y pisar la calle. La calle prohibida.
No ha sido premeditado, lo juro. Simplemente ha ocurrido. Sin remedio. La urgencia me lo ha pedido. Con el pescozón. Obedeciendo a su impulso, que aún se refocila en mi estómago, he continuado hasta la avenida, que se adivina oscura. Las aceras se hallan tan desiertas como lo estará la luna para los primeros humanos que la colonicen, cuando en ella todavía no hayan abierto centros comerciales. La ciudad se ha convertido en un espacio muy amplio, muy quieto y muy callado, en la pesadilla de un agorafóbico. En una oficina el día de Año Nuevo. Las farolas esta noche no sirven para nada. Arrojan una sombra de luz contra el asfalto, que se la devuelve aminorada por mil. Los neones de la pizzería parpadean en la esquina con el tic de un ojo desquiciado. Grito y el eco rebota en esas fachadas donde ya se han apagado los aplausos.
Estoy lejos. No me queda otra que bucear en la tierra. Me adentro en las tripas urbanas. Los pasillos del metro recuerdan a los de un hospital británico de la Segunda Guerra Mundial. Lo parecen siempre, en realidad. Pero, ahora, el hospital es más aséptico. Los baldosines blancos titilan mortecinos a la mortecina lumbre de los tubos fluorescentes. Al llegar a los tornos, esgrimo con metódica profesionalidad el arma por excelencia de estos días raros: el botecito de desinfectante (¿dónde demonios lo estaba guardando?), y rocío sin misericordia ninguna la superficie metálica en toda su extensión. Refulge. En cuanto me aseguro, poso las manos, flexiono las rodillas, me elevo de cadera para abajo y me catapulto al otro lado. Lo siento. Me he colado. La tarjeta monedero de diez viajes resulta en estos tiempos una frivolidad inaguantable.
Los andenes sepulcrales reverberan, apareciendo y desapareciendo como la alucinación de un esquizoide puesto de setas hasta el culo. El reloj digital dictamina que al próximo tren le faltan siete minutos para naufragar en esta playa. En ese intervalo, extiendo los escrúpulos hasta el nivel paranoia, procurando no rozarme ni con las briznas de aire. Quién sabe de qué efluvios mefíticos no lo habrán atiborrado los pasajeros que me hayan precedido. Ahora no se ve ninguno. Mejor. No quiero compartir oxígeno con extraños. Soy un buzo en inmersión abisal, un lobo estepario. Aun así, cuando menos lo esperaba, se me echa la angustia encima. Me acribilla. Noto cómo los bichitos invisibles, diminutos y voraces se me pegan a las manos, me saltan al cuello, impregnan el humor vítreo, se infiltran en las fosas nasales y ponen pica en la mucosa.
Apenas llega, entro en el vagón frotándome los brazos y rascándome los codos. Si pudiera, dejaría la piel atrás, pero se me antoja impúdico y descortés. Ya en el interior, cuido de no apoyarme, de no tocar la barra ni las asas, me abstengo por supuesto de sentarme. Así que viajo entre las filas de asientos vacíos y enfrentados, con las piernas abiertas en uve inversa para no perder el equilibrio, tambaleándome sin embargo cada vez que tomamos una curva más retorcida de la cuenta. Me siento el único habitante en el intestino de una oruga que no ha probado bocado en siete días. Y entonces, me da por pergeñar qué alegaré en caso de que la policía irrumpa de repente y me interrogue. Las manos arriba. La linterna encañonando a las pupilas. Que adónde voy. Que a qué se debe esta excursión tan intempestiva, tan inoportuna. Que cuál es mi excusa en esta cuarentena. Incluso yo me lo pregunto.
Les diré que trabajo como guarda nocturno en unos grandes almacenes. Pero si están cerrados. A cal y canto. ¡Que cantes! ¿Adónde te diriges, infeliz? Tal vez, para desconcertarles, venceré las aprensiones y me envolveré con ellos en un abrazo. Seguro que, en el fondo, agradecen un gesto tan tangible, tan corpóreo, tan humano. Podríamos hacernos amigos inseparables. Y marcharnos a un banco del parque a jugar a las cartas. O al pádel.
Por fortuna, no hay contratiempos. Esta es mi parada. Vuelvo a emerger. En un barrio distinto de la ciudad, pero imbuido en el formol del mismo delirio. Aquí también huele a soledad, a miedo y a lejía. Las ventanas están oscuras y las persianas, chapadas. El bloque duerme. O vela en silencio. Al menos, en el loco apresuramiento, no me he olvidado de la llave que me prestaste. Surge, sin saber cómo, en un bolsillo del pijama. Me late el corazón tan fuerte que, por un segundo, temo no acordarme del número del portal. Pero al punto desecho esta ocurrencia tan absurda. ¿En qué clase de universo paralelo podría yo borrarlo de mi cabeza?
Esto lo voy pensando ya en el ascensor, camino del quinto piso. La imagen que me devuelve el espejo (los pelos revueltos, las ojeras, los labios secos, la palidez del encierro) no me favorece, pero qué le vamos a hacer. Al menos, ensayo la sonrisa. Esa con la que corresponderé a la tuya, medrosa y llena de dudas, que se te pintará en la cara cuando abras y me encuentres en tu rellano. Lo estoy viendo. Te acercas hasta la mirilla, con pasitos cortos. Obviamente, no esperas a nadie. La hoja que chirría al girar los goznes. La sorpresa expandiéndote los ojos, que se anegan de inmediato con una muda reprensión. ¿Qué diablos te crees que estás…? ¡No deberías haber venido! ¡Está prohibido! Si te pillan… Pero enseguida la alegría, el breve instante de titubeo, al que le pasa por encima la ilusión del reencuentro, que te precipita hacia mí. Pero antes de que des dos pasos (esos dos primeros que, si les permites comenzar a encadenarse uno tras otro, pueden lograr que te cruces una ciudad para acabar trayéndote hasta aquí), antes, digo, levanto el admonitorio dedo índice y con un gesto te indico que no, que te detengas, que mejor nos saludemos durante un buen rato (hasta que me despierte) agitando las manos en el aire, que sigas mirándome así, con esa dulzura, con esa fijeza, queriéndome tanto, pero siempre a un metro de mí, respetando la distancia de seguridad. Ni en sueños osaría tocarte.