sábado, 28 de abril de 2012

5ª Entrega del viaje al oeste: con paraguas y piolet se hace San Francisco

Y para concluir nuestro periplo por el oeste americano, desembarcamos en San Francisco. Visto lo visto (es un decir, porque dada la densidad de la niebla, ver lo que se dice ver, ni un pijo), lo único que se necesita echar en la maleta para visitar esta canonización a los Pacos hecha ciudad es un paraguas y un piolet. Por las cuestas y por el apego de su meteorología a los aguaceros.


De hecho, al llegar, y a falta de faro que nos guiara, estuvimos a punto de encallar en el Golden Gate. O en un puente que se le parecía. Lo único que le fallaba era el color. Muy naranja no era. Más bien tiraba a gris. "Será por la niebla", pensamos. Pero luego recapacitamos un poco, y caímos en la cuenta de que la niebla, como mucho, tiene propiedades ocultadoras, pero de Titanlux, como para cambiar la gama cromática de las infraestructuras con la ligereza de un brochazo, no demasiadas, al menos que se sepa y de momento. Que con esto del cambio climático, el agujero en la capa de ozono, la lluvia ácida, y Al Gore y sus documentales, todo se andará. Así que ojo. En San Francisco a los puentes les gusta jugar al despiste. Si veis uno gris, no os emocionéis. No es el Golden Gate. Sólo le imita.



Lo que sí constituyó un naufragio en toda regla fue el que sufrimos al llegar a nuestro hotel, por llamarlo de alguna forma.Y esto lo digo por varias razones. La primera: olía a pienso, así que más que un hotel, parecía un establo. La segunda: en la habitación habían fructificado unas pelotillas de mierda para cuya apreciación ya no se requería de la ayuda del microscopio, por lo que se confirmó su condición de establo. La tercera: nadie en su sano juicio habría hecho sus necesidades en aquel baño. Era preferible salir a hacerlas en la calle, de modo que todo se confabulaba para reforzar la teoría de que se trataba de un establo. La cuarta que se me ocurre, así a bote pronto: la ventana no cerraba, con lo que dormir allí implicaba disfrutar de la temperatura de la noche franciscana sin paliativos. De modo que tengo que corregir mi argumento: no era un establo. Era un establo al raso. Con el inconveniente de que ni siquiera se veían las estrellas.

 El establo estaba regentado, no por unos hogareños granjeros, sino por una familia de indios que se acababan de caer de un guindo y que, por no entender, no entendían ni inglés, por mucho que nos tomásemos la molestia de hablárselo con acento maño. Estuvieron peleando con las llaves de la habitación durante diez minutos para abrirla. Cada vez salía un indio distinto a probar suerte. Pero a ninguno le sonó la flauta. Así que nos asignaron otro dormitorio. Y ellos tan sólo eran los que atendían el corral. El dueño todavía resultaba más reconfortante. Si la usura hubiese buscado un representante en la tierra en el que encarnarse, le habría elegido a él sin vacilar. Y entonces la usura se habría convertido en un viejo que contaba los billetes mojándose el pulgar, que intentaba hacer chanchullos con las tarjetas de crédito, y portador de una gorra de veteranos de Vietnam. Nos quedó la duda de si se había cargado a unos cuantos guerrilleros del Vietcong antes de retirarse a dirigir establos o si sólo la llevaba para fardar.

Desolados, nos encaminamos al Golden Gate. Al de verdad. A ver si el naranja nos consolaba. No he chapoteado tanto en toda mi vida ni me he podido escurrir más a gusto. El verbo que nos hacía justicia no era andar, sino nadar. Si nos hubiésemos metido al mar, no nos habríamos mojado más de lo que ya íbamos. No admitíamos más agua. El viento no me había castigado con tanta dureza en mucho tiempo. Y nací en Zaragoza. Eso es mucho decir. Mis cabellos hablan por mí. Ellos son el mejor testigo de que no miento, y de que no exagero, literalmente, ni un pelo. Y aunque los de Manuel guardasen tanta compostura como si estuviesen recién peinados, no os fiéis de ellos, que lo que pasa es que los lleva muy cortos.


 
Pero en el puente encontramos respuestas con las que mitigar nuestras miserias. Nos aguardaba una señal divina, para que desistiéramos de unirnos a las hordas de suicidas que, al parecer, se apuntan a lo de saltar del Golden Gate sin cuerda y en tandas. Los constructores del puente garantizan que hay esperanza. Y está a una llamada de distancia. Lo que me pregunto es qué hará el tío al que una voz enlatada le diga, al descolgar el auricular, que no hay cobertura. O que no le queda saldo.

















En la bahía se recorta la estampa de la prisión de Alcatraz. Es verla y jurar que allí se tienen que montar unas fiestas estupendas, ¿verdad? Así que, con nuestro espíritu más lúdico-jovial, allá que nos dirigimos. Pero en vez de ponche y tarta, llevamos una sábana anudada (la única que teníamos en el establo para arroparnos) y una lima. Por si acaso.


En la visita recrean pormenorizadamente cómo eran la vida y los intentos de fuga en esta cárcel estatal de máxima seguridad, en la que vivieron ilustres como Al Capone y un tipo de cuyo nombre no me acuerdo, pero tristemente célebre y recordado por caminar sobre las puntas de los pies. Ya se ve que una carrera frustrada en el ballet puede conducirte a los abismos del asesinato en serie en menos que canta un gallo.
Aquellas lúgubres y angostas celdas me resultaron familiares... Enseguida caí en la cuenta. ¡Pues claro! ¡Eran igualitas a las habitaciones de nuestro establo! Si nos hubiesen hecho un barato, no habría perdido tiempo en trasladar mi equipaje. Al menos allí la ventana sí cerraba. Por la cuenta que les traía. No olvidéis que hay reclusos que andan de puntillas.



De vuelta al mundo de la libertad, a bordo de un ferry, San Francisco pintaba mejor cara. 


Y Mitesh nos recordó, de la forma más americana posible, que a pesar de que en el mundo hay psicópatas y crimen organizado, también cabe el amor. Ya que le pedía a la tal Ria que se casara con él a través de un avión, podían haber celebrado el santo sacramento en nuestro barco. Les habríamos cedido encantados a nuestro capitán, para que oficiara la ceremonia.


Una vez en tierra firma, decidimos trasladarnos a un barrio más respetable: el victoriano. Y, como de ilusión también se vive, tomé la determinación de mudarme a uno de estos pintorescos inmuebles. Aquella noche, al establo volvía a pernoctar su madre.






Pero siempre hay gente dispuesta a hacer añicos tus sueños, y, como no podía ser menos, y porque lo bonito nunca dura demasiado, salió una americana a joder el invento, alegando no sé qué inoportuna monserga sobre el allanamiento de morada y otra serie de legalismos que estaban tan fuera de lugar como, al parecer, yo en aquella residencia. Manuel tuvo que sacarme de allí, tras parlamentar con ella y convencerla de que yo padecía algún trastorno relacionado con la distorsión de la realidad y los delirios de grandeza. De modo que nos vimos nuevamente arrojados al arcén y condenados a vagar por las calles. Por las empinadas calles. A ver quién es el guapo que sube tan alto.


Lo de escalar me dio pereza. Yo soy más de bajadas. Así que me dediqué a practicar snow-board de asfalto. O a hacer el melón, que también es bastante lo mío. Pero, al menos, lo descoyuntado de mis extremidades os sirve para calibrar el desnivel.


Y deambulando barra esquiando por las rúas, nos topamos con carteles tan regocijantes como éste, que nos sirvieron para "descojonarnos" un buen rato. Somos así de primarios. Desde luego, el encargado de ponerle la nomenclatura al callejero tuvo un ojo... Una de dos: o no sabía español o era un genio.

-Buenas tardes, taberna de Moe.
-Buenas tardes. Estoy buscando al señor Jones. De nombre, Francisco.
-Voy a ver... ¿Está Francisco Jones aquí? ¿Alguien ha visto a Francisco Jones?








Y así, empapados, con los pelos alborotados, proyectos de agujetas, pero con no pocas risas a las espaldas, dijimos adiós a San Francisco. Y nos despedimos de esta costa occidental que nos ocupó la vida y los zapatos durante ocho intensos días. Chicago y Nueva York nos reclamaban. Pero no zarpamos sin antes decir que el viaje fue un placer, y que podemos proclamar alto y claro que logramos la aventura por la que vinimos: conquistamos el oeste americano.

Y quien diga lo contrario, es que no se ha leído las cinco entregas colgadas en este blog, así que, antes de difamarnos, ya puede ir empezando.


martes, 24 de abril de 2012

Un baladista triste de trompeta y el tío de la vara en Tribeca

Hoy he tenido la oportunidad de hablar con un cineasta lúcido y con un cómico de raza y oficio. Esto es lo que me han contado (en versión impresa y audiovisual, para satisfacer todos los gustos y que no haya quejas):  
"La crisis agudiza el ingenio. Nunca he visto mejor cine que el que se hizo en Argentina en la época del corralito. Al menos, eso es lo que quiero creer, porque, si no, nos ahorcamos todos", José Mota.
"Deberíamos tener la misma urgencia en presentar las películas en internet que la que tenemos en proyectarlas en festivales como el de Tribeca, porque ese mercado va a llegar, va a ser una realidad, y tenemos la oportunidad de ser nosotros, los cineastas que no somos Hollywood, los primeros en abrirlo ", Álex de la Iglesia.

sábado, 21 de abril de 2012

Conformarse con el escaleno

En el triángulo amoroso de "Los hombres de Paco", siempre fui pro-Lucas a muerte. Pero ayer al que me tocó entrevistar en el festival de cine de Tribeca fue al otro vértice: el que se llama Mario Casas. A veces la vida no te da exactamente lo que pides... pero se le aproxima.

domingo, 15 de abril de 2012

4ª entrega del viaje al oeste: Pide que la ruta 66 sea larga

De todos es sabido aquello de que en los viajes lo más importante no es el destino, sino el camino. ¿Pero qué me decís si el camino que has de emprender discurre a lo largo de más de 300 millas por la histórica ruta 66, a su paso por el desierto de Arizona, a bordo de un Ford Fiesta verde fosforito, con matrícula de Colorado, en el que suena una canción al bango titulada "Chasing that neon rainbow"? Pues que entonces no es que el viaje sea mejor. Directamente es épico. Y entonces pides que la ruta 66 sea larga (Kavafis dixit).

Estos son los protagonistas al volante.






Éste es el escenario de nuestra peculiar versión de "Thelma y Louise". Cualquier parecido con el secarral de Los Monegros es pura coincidencia.



Ésta es la banda sonora que amenizó nuestra ruta. Atención. El amigo Alan Jackson, o lo que es lo mismo, este sex symbol de rubia cabellera, guarnecida por níveo sombrero de ala ancha, editó su álbum "Here in the real world" en 1990. Vamos, un clasicazo del country.



A veces, lo importante del viaje son las paradas. Sobre todo, cuando son parada y fonda y tienes hambre. Nuestra fonda fue esta área de servicio en la que, de un momento a otro y en una curva cualquiera, no te sorprendería toparte con un psicópata de esos que acostumbran a ir vestidos de granjeros y comiendo maíz. Para despistar. Demasiadas películas de los Coen.



La publicidad de este pintoresco merendero podría rezar como sigue: "Vendrá por los psicópatas disfrazados de granjeros que comen maíz para despistar, pero se quedará por la gastronomía". Ésta es la colación con la que eché combustible a mi body. Las gallinas se suicidarían si supieran que esa cosa amarilla y blanca que recubre la hamburguesa te la venden bajo la etiqueta de huevo.




A nivel culinario, nos resarcimos en el pueblo de Williams, en una cafetería con sillones de cuero, un techo aspado de ventiladores, una máquina a monedas presidida por la efigie del prócer Elvis Presley, y hombres acodados en la barra de los de verdad. De los que no temen al sirope de arce.


Y, para que no nos miraran mal, ya que soportamos muy mal las críticas, y por aquello de "donde fueres, haz lo que vieres", pues, allá que nos entrampamos con las tortitas... Obsceno. Hay gente que pasa hambre en el mundo.


Williams, también conocida como la población de los Guillermos, viene a ser una calle. Pero una calle que bien podría haber sido fundada por un tipo tocado con un gorro de mapache y un machete entre los dientes llamado Jebediah Springfield. Traté de apoderarme de una mecedora y quedarme a vivir en un porche. Pero Manuel no me dejó.


Muy a mi pesar, porque no me gusta que me lleven la contraria, tuve que darle la razón. Es verdad que lo que importa es el viaje. Pero tampoco está de más que, aunque sea muy al final, tengas un sitio al que llegar. Y, a fin de cuentas, a nosotros nos esperaba San Francisco. Pero ésa ya es otra historia...

Y, entre que llegamos y no, siempre nos quedará alguno de los 3.939 kilómetros de la Main Street of America. Por falta de viaje que no sea.


miércoles, 11 de abril de 2012

3ª Entrega del viaje al oeste: La leyenda del Gran Cañón

Visitar el Gran Cañón equivale a decir que vas a disfrutar de una de las mejores experiencias de tu vida. Pero has de hacerlo ateniéndote a esta premisa: no te acerques al borde. La Dirección de este sobrecogedor parque nacional no garantiza que sigas respirando una vez sobrepasados los 100 metros de caída libre, por si a alguien le rondaba esta incómoda dudilla. Desde luego, el que avisa no es traidor.



Pero a mí y a Manuel (alias Pocahontas y El Último Mohicano, al menos para la ocasión) nos gusta desafiar las reglas establecidas y, de paso, a la gravedad. Viendo el par de personajes que somos, resulta comprensible.



Así que nos dedicamos a tentar a la suerte y al equilibrio. Si ya de por sí nos gusta hacer el indio, ¿cómo privarnos en esta ocasión, si nos habíamos convertido en Pocahontas y el Último Mohicano? El escenario y la identidad nos acompañaban para hacer el arapahoe con todas las de la ley.


Y pasó lo que tenía que pasar. Te vas a caer... (habría dicho con aire premonitorio y triunfalista cualquier padre que se precie de serlo).



No hace falta que digáis que la angustia por saber cuál fue el desenlace para este par de ángeles caídos os corroe, así que no prolongaré más el drama. El resultado fue el siguiente: Pocahontas logró redimirse, pero del Último Mohicano no quedó más que un triste gorro balanceándose de una rama. Con su escasa resistencia a los abismos no resulta extraño que la tribu desapareciera de la faz de la tierra... Si ése era el último, imaginad cómo sería el primero en morirse.


Así pues, para que no pudieran acusarnos de ir extinguiendo minorías étnicas por ahí (algo que está muy mal visto desde la aprobación de la Declaración de los Derechos Humanos) las siguientes veces decidimos catar el paraje con barandilla mediante... o, al menos, con un poquito más de roca.




Tras estas emociones que nos mostraron la cara más salvaje del oeste, nos resignamos a contemporizar con la civilización y plegarnos a sus imperativos, de modo que fuimos a visitar una torre vigía con una pinta muy indígena, erigida en 1933 por la arquitecta Mary Colter. Empezamos a recelar cuando descubrimos que se trataba de una tienda de regalos. Y nos vinimos totalmente abajo (eso sí fue una estrepitosa caída, y no la padecida desde el borde del cañón) cuando nos enteramos de que no es que la hubieran reconvertido con el tiempo, sino que fue concebida expresamente para esos lucrativos y poco elegantes menesteres. Y nos rendimos a la evidencia: en la cuna del capitalismo, los monumentos nacionales son las tiendas de souvenirs. Como europeos de pro que somos, con milenios de historia y cultura cargados sobre las espaldas (y así andamos de la ciática), nos pareció que lo que procedía era escandalizarnos y deplorar las costumbres de estos bárbaros americanos que tienen el consumismo en el ADN y una Visa Oro por corazón. Decidimos manifestar nuestra repulsa yéndonos sin comprar una triste postal. Y si entramos a curiosear, que conste que fue sólo para... ¡para poder indignarnos más y mejor!




De lo que sí gozamos sin pudor ni sonrojo fue de un alba y ocaso como nunca en mi vida los había contemplado. Fueron el Alba y el Ocaso, con nombre propio, y sin que ningún otro pueda hacerles sombra. Porque el sol, cuando nace y muere en el Gran Cañón del Colorado, no hay sombra que no consiga barrer de un rayazo.




Eso sí. Conquistar el amanecer nos costó lo nuestro. Implicó un helado madrugón (y concretemos: fue el dolor de las cinco de la mañana), cuando el mundo aún estaba a oscuras (cuando vas a ver el amanecer, el sol casi nunca ha salido todavía. ¡Que viva el perogrullo!). Pero allá que se fueron, tiritando y castañeteando diente contra diente, Pocahontas y el Último Mohicano, como si estuvieran de picnic, pertrechados con una caja de donuts para el desayuno, de la que dieron cuenta en menos de lo que canta un gallo (nunca mejor dicho a esas horas prematinales), con el único propósito de chutarse grasa que quemar y poder calentar mínimamente la maquinaria corporal... Sin circunloquios: ¡Coño! ¡Qué frío hacía! Pero mereció la pena darle los buenos días al mundo presenciando el desperezar de un cañón. O el bostezo de esa garganta.


El atardecer fue sencillamente una de las experiencias más alucinantes y sublimes de mi vida. Ni siquiera tengo fuerzas para buscar adjetivos. No le harían justicia. A veces hasta el idioma tiene limitaciones. Únicamente diré que Manuel y yo encontramos un mirador sin contaminación. Es decir, en el que no había nadie. Durante media hora permanecimos en silencio, siendo testigos de cómo el sol se despedía, dejando regueros de colores indescriptibles prendidos en las rocas. El mundo estaba quieto, pero ERA, con toda la autoridad de ese verbo supremo. Se dejaba sentir denso, sólido, eterno. El cañón llevaba ahí desde siempre. Nosotros sólo éramos un segundo en aquel tiempo inmóvil, que parecía no tener principio ni final. Pero en ese momento, durante media hora, una de las porciones más hermosas del mundo fue enteramente nuestra. Sólo nosotros estábamos allí. Y cuando las rocas, los milenios y el adiós del sol te pertenecen, no es difícil que Pocahontas y el Último Mohicano se conviertan en leyenda.