No lloré cuando lo enterramos, y el cura dijo que había sido un hombre excepcional (y se trataba de la pura verdad).
Tampoco al donar su ropa o dar de baja su móvil. Ni siquiera por vender la casa en la que habíamos vivido durante veinte años.
Pero repoblé con lágrimas el Mediterráneo la vez que preparé lentejas y dudé si a él le gustaban o no.
Caí en la cuenta de que no tenía forma de preguntárselo.