sábado, 19 de septiembre de 2015

El beso

Él era del sur. Ella, del norte. Ella tenía los ojos como la montaña y él, como el mar. Por eso se juntaron en una playa, donde se unían la tierra y el océano, y se pusieron a hablar del cielo. Ese cielo que atardecía. Mientras lo hacían, él apoyaba su barbilla en la espalda de ella. Una barbilla áspera de barba. Una barba muy quieta, muy sólida, muy barbada. Una barba que sólo hubiese tenido que volcarse para convertirse en beso. Pero no ocurría. Cuanto más sentía el roce, el peso, el tacto de la barba sobre su piel, ella más deseaba el beso. Pero sólo era una promesa que se abismaba en un suspenso sin firmar. Ese deseo era acuciante, físico: acercarse en una sofocante tarde de verano hasta el borde de una alberca, y querer zambullirse de lleno, y no hacerlo, porque en el último momento te ata de pies y manos la serpiente de la duda, con sus anillos de miedo. Y no hacerlo, sabiendo que, tal vez si se besaran, se les encendería en la boca la mecha de mil granadas. Pero no pasaba. El beso aún era barba. Las que se encendieron fueron las estrellas, en ese cielo del que hablaban. Y, acerca de ellas, ellos se decían que eran lo único de este mundo que se puede ver en el presente una vez que ya ha pasado. Lo único que aún es cuando ya no existe. Pero no. Lo único, no, ¿no te das cuenta? Así es también con los recuerdos. Las estrellas eran... son recuerdos a años luz. Esa noche el cielo estaba cuajado de estrellas. Esa noche el cielo se acordaba de muchas cosas. Y él le preguntó a ella después de dormir:
-¿Se acordará de nosotros besándonos?
Y la barba se convirtió en labios.

jueves, 17 de septiembre de 2015

El mundo, ese viejo amigo

El mundo es grande. El mundo es ancho. Forzosamente en él tendríamos que perdernos. Y, sin embargo, hay lugares suyos con los que continuamente nos encontramos. Lugares a los que, de un modo u otro, por misteriosas razones, siempre acabamos llegando. Al final, más bien volviendo.
Es tan grande, tan ancho el mundo, tan lleno de sitios, que la lógica dicta que tendríamos que no repetir ninguno, a no ser que los buscásemos. Y, sin embargo, sin habérnoslo propuesto, en algunos, ya sean ajenos o lejanos, seguimos desembocando una y otra vez, tarde o temprano. Supongo que será porque en ciertas partes de la tierra hay imanes ocultos que, sin que lo sepas, te eligieron a ti, sin que tú los eligieras a ellos, como escenarios que se prestan a que tu historia se represente en sus tablas. Y así se va creando tu propio mapa de coordenadas. La primera vez que los pisas, ni lo intuyes. Después, siempre los reconoces. Y te alegras cuando vuelves a verlos. No en vano, gracias a ellos, el mundo deja de ser inabarcable y pasa a convertirse en un viejo amigo con el que te tropiezas de cuando en cuando.
Playas de Maro.

Latinos en la City

De esto que llegas a Londres entrada la noche, un poco con demasiada poca ropa para el frío que hace y un poco pensando que la ciudad resulta un poco (sólo un poco) inhóspita con sus grandes avenidas vacías, donde sólo deambula la rasca nacida del Támesis. Y entonces preguntas al primer viandante con el que te topas que cómo se llega exactamente a tu hotel, porque tú eres muy guay y, sabiendo que se puede preguntar aunque sean las dos de la mañana, aprenderse calles pa qué. Esfuerzo innecesario.
Un año hablando inglés con la boca floja como los gringos hace que no las tengas todas contigo sobre lo de hacerte entender, pero cuando crees haber puesto un acento más british que el God save the Queen, el viandante trasnochador te desengaña: ¿Española?
Compatriota, a mis brazos. Es entonces cuando te acuerdas de que Londres es una sucursal de Madrid con peor tiempo y una hora menos. El viandante trasnochador y compatriota te da unas indicaciones más o menos aproximadas y, más o menos, logras encontrarte, aunque no tanto como al día siguiente, ya en horario infantil, cuando a la tía que se apretuja contra tus costillas en el metro le preguntas que dónde vais a ir a parar, porque ese subterráneo coge unas bifurcaciones un poco aleatorias, y la aludida emite un farfullo que hace crecer, esta vez en ti, las sospechas: ¿Española?
No, italiana, pero parlo españolo. Y como el rato de apretujón contra tus costillas ha hecho florecer la intimidad entre vosotras, ella decide por su cuenta y riesgo regalarte un plano del metro, por mucho que le perjures que no hace falta, que no estás tan perdida. Da igual. La italiana es dadivosa. Y todo ello te hace pensar, en un ramalazo de chovinismo alentado por las frías corrientes londinenses, que los latinos somos un pueblo migrante y conquistador que va a dominar el mundo (no los chinos, como piensan algunos cegatos) y que encima nos apañaremos para hacer de él una casa, algo que queda resumido en la frase de aquel otro tipo de piel tostada al que, con mi inglés más voluntarioso, interpelé a la busca y captura de otra dirección; y que mientras consultaba Google maps en su iPhone masculló "número ciento cuarenta y tres" con acento caribeño. Se despidió de mí exclamando paternalmente: "¡Adiós, corazón!".



lunes, 7 de septiembre de 2015

Eco eco eco eco eco eco eco

Él sin ella era una caja de resonancia sin sonido. Y ella sin él era un sonido que no escuchaba nadie. Un sonido que, por no escucharse, no se escuchaba ni a sí mismo. Y ambos rodaban por el mundo sin conocerse. Hasta que un día, él tropezó con ella, o ella con él, eso quién lo va a saber. Lo único cierto es que ella dio un grito al lastimarse un pie, y el grito rebotó en él, que lo recogió con cuidado, le dio forma y le devolvió su sonido, con un movimiento certero y limpio de muñeca que se lo estampó a ella de vuelta en la boca, como un beso. Y ella se escuchó por primera vez a través de él, y gracias a ella, él cobró todo el sentido que hasta ese mismo día había desconocido.
Desde entonces se hicieron socios y empezaron a hacer cosas juntos. Y así, juntos, fue como crearon las palabras, y la música, y los silencios. Los que duelen y también los que no. En cualquier caso, todos los que existen, porque el mundo suena siempre y sólo se calla a veces, para respirar. Pero ellos, ella y él, el uno para el otro nunca volvieron a callarse, diciéndose y respondiéndose sonidos. Y el eco se acostumbró a su correspondencia y se quedó a vivir en ellos. Y fue así como siguieron sonando para siempre.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Quincuagésimo cuarta fáctula en Mayhem Revista: "La clarividencia perdida"

"Después de unas cortas y merecidas vacaciones, en Mayhem volvemos a la carga con energías renovadas.
En un momento en el que las fronteras nacionales vuelven a estar tristemente en lo más destacado de la actualidad, Marta Quintín viaja a miles de kilómetros para explicarnos que en estos asuntos no existen las historias pequeñas".

 http://www.mayhemrevista.com/2015/09/04/unos-lentes-y-la-clarividencia-perdida/

El corazón de las tinieblas europeas

Y va una foto y se hace viral. El virus que contiene pertenece a la cepa más pura del horror. Y todos en la mesa se revuelven en sus sillas, y carraspean nerviosos y luego rompen a hablar. Porque ante el virus del horror hay que decir algo. Escanciar un diagnóstico, recetar un cataplasma aunque no haya penicilina que valga, aventurar una compasión, chirriar los dientes o mentarle la madre a la humanidad. Pero algo hay que decir. Y la fuerza de todos hablando a la vez acerca del horror en torno a la mesa te impele a que digas algo tú también. Para algo te invitaron a sentarte con todos los demás. Debe parecer que te enteras del tema de conversación, que no eres ajeno al mundo que gira alrededor de ti. Es de buen ciudadano reaccionar, hacer patente una postura. Comprometerse. Mojarse por los que se ahogaron. Toma ya con el agravio comparativo.

Y, sin embargo, por una vez, para mí lo único pertinente es el silencio. ¿Para qué llenarme la boca? ¿Con qué? Tengo la absoluta certeza de que cuanto diga será mierda. Pura y simple mierda. Manida, superflua, inconveniente, un sentimentalismo, mero perogrullo. Una soberana cagada. Qué menos que dejar a los muertos tranquilos, sobre todo sabiendo que nada de cuanto diga o haga va a ayudarles a ellos, ni a los que vendrán después. No me engaño: no voy a mover un dedo que sirva para mejorar las cosas, para evitar otras muertes. De intentarlo, lo único que podría hacer es chapotear en un barrizal de palabras inanes. Qué autoridad tengo siquiera para atreverme a pontificar en este caso, qué legitimidad para importunar a los muertos: a ése que vino al mundo veinte años después que yo para luego marcharse antes, que nació unos cuantos kilómetros más al este, unos cuantos más al sur, cuestión de mala o buena suerte, y que podría haber sido con el tiempo lo mismo un santo que un hijo de puta que habría ahogado a otros niños, o, lo más probable, un simple hombre con sus claroscuros, pero eso ya nunca lo sabremos porque no le ha quedado en una playa más que el beneficio de la duda y el más que dudoso beneficio de convertirse en símbolo, aunque debería estar prohibido convertirse en símbolo de nada antes de los 18 años, porque ¿quién está preparado para eso con tan poco vivido? y... ¿ves? He acabado rompiendo el pacto de silencio que me parecía más justo.

Heme aquí, perdiendo la boca, rebozándome torpe e impotentemente en la ciénaga de mis palabras de mierda. Importunando el sueño de los muertos por los que nada puedo hacer. La mayor injusticia es que ¡encima! ellos lo hicieron por mí. Supongo que por eso acabé hablando. Porque, al menos, por un breve momento, ellos vinieron y aventaron mi conciencia.