lunes, 19 de junio de 2017

Profecía

En octubre de 2014, algunos pasos de cebra de Madrid se cubrieron de versos, juegos de palabras con los que las calles se aligeraron de prosa. A propósito de uno, que decía "Mi más sentido bésame", escribí un cuentecillo que rezaba como lo que sigue:
"El hombrecito verde del semáforo estaba enamorado del hombrecito rojo. Fue amor a primera vista, y eso que aquel primer vistazo sólo duró un segundo. Lo divisó, se enamoró y el hombrecito rojo, fundiéndose a negro, se desvaneció. Para cuando regresó, fue el hombrecito verde el que se marchó.
Ésa era la condena de aquel amor irremediable. Coincidir un momento y perderse. Salir uno y entrar otro. Encenderse el verde y apagarse el rojo. Vienes o voy. Saber que existían pero en tiempos y lugares diferentes. Y no tenerse.
El uno era pasión. El otro, esperanza. Por eso el hombrecito verde jamás se rindió, por mucho que su vida consistiera en encontrarse continuamente con el amor para, de inmediato, verlo titilar y desaparecer. Uno de esos amores imposibles de los que, con razón, se duele el mundo.
Hasta que un día un niño vándalo arrojó una piedra contra la luna roja del semáforo y ésta se rompió. El hombrecito que vivía en ella cayó en la del hombrecito verde, como un regalo del cielo envuelto en una lluvia de cristales.
Asustado y tembloroso, el hombrecito rojo dijo:
-Dame asilo.
Y el hombrecito verde respondió:
-Acabas de llegar a casa, cariño.
-Pero la mía se ha roto y estoy triste.
-Yo en cambio estoy feliz, porque al fin estás conmigo, pero mi más sentido bésame.
Aquel día, la plaza de España se paralizó. Los automóviles y los peatones se quedaron sin saber qué hacer, si cruzar o pararse, testigos mudos y sobrecogidos de un beso eterno que duró hasta que sobrevino un parpadeo y la luz naranja se encendió".

Pues bien: ha llegado el día en que me he reencontrado con los protagonistas del cuentecillo. La alegría ha sido mutua, sincera y grande. "Hombre(s), ¡qué sorpresa!", "¡Cuánto tiempo!", "Dichosos los ojos"... Y entre dimes y diretes, me han contado que les va muy bien desde aquel beso en que los dejé entrampados la última vez. Que, tras reparar la luna superior, han hecho del semáforo un dúplex, y ahora andan los dos, del rojo al verde, y vuelta otra vez, subiendo y bajando como un clásico de Enrique Iglesias, unidos por una hipoteca a treinta años (esa zona de Madrid está muy cotizada), pero no sólo por eso, sino también por cierto deslumbramiento que aún se provocan cada vez que se miran. Antes de despedirnos ("Adiós, adiós, me voy, que a este paso ese Fiat blanco me lleva por delante, ya nos vemos otro día"), han tenido tiempo de hacerme saber que, ahora que ya no han de dolerse más por aquel amor imposible que les ensombrecía la vida, se dedican a dar luz verde a que otros enamorados se crucen de acera. Como ellos. Juntos, de la mano. Y yo que me alegro.