viernes, 21 de junio de 2013

La paradoja del anglo vasco

Hace un año escribí una entrada a la que titulé "Los nacionalismos en Nueva York son una paradoja", dado que en ella contaba cómo un mexicano me había preguntado de dónde era y, al responderle que española, había querido hilar más fino inquiriendo primero si era catalana y, acto seguido y ante mi negativa, si no sería entonces vasca (ergo, paradoja de libro: los extranjeros identifican como españoles a aquellos que lo son con más reticencias). Pero la paradoja no termina en Nueva York. Prosigue en Vitoria, en esta cafetería y en una calle homónima cercana.





¿Qué es esto de los anglo vascos? Multicultural que te rilas. Podría entenderse como la simple garrulería de pretender parecer cosmopolita sin serlo. Eso pasa en todos los sitios. Sin ir más lejos, el "chino" que hay detrás de mi casa de Zaragoza, junto al barrio de San José, anuncia a gong y platillo, con luces de neón, que son el China Center San José. Vamos, Chinatown en estado puro.
La diferencia está en que, como por estas tierras todo tiene connotaciones políticas, proclamarse como "anglo-vasco" se torna una cuestión de más calado y capaz de generar cierta confusión entre los foráneos. ¿Serán una colonia del imperio británico, tipo India o el peñón de Perejil? Por tanto, ¿acaso allí se reúne una comunidad de vascos que se montan tea parties con txakolí a las cinco en punto de la tarde en honor a las costumbres de la metrópoli? ¿Es el txirimiri un remedo nostálgico de la lluvia londinense?
Pero todavía hay una paradoja más desconcertante que a mí me encanta. Lo de "Eusko Label", con lo que acreditan la procedencia y autenticidad de los productos vascos. Ahora, si no eres una marca, no eres nada (bueno, también puedes ser una marca, como la marca España, y seguir siendo nada, pero ése es otro tema). Sea como sea, ¿no sirven las marcas para vender lo más castizo de la idiosincrasia de turno? ¿Y tú me vendes tu terruño vascongado en inglés, con eso del "label"? ¿Será que, al final, lo importante es vender (por cierto... otro rasgo muy característico de esa isla de mercaderes llamada Gran Bretaña, con lo que todo empieza a cuadrar), y el idioma en que se haga se convierte en un tema secundario mientras el dinero haga din, que es una lingua franca universal? ¿Tantos años de lucha y fiera resistencia euskaldun a la invasión imperialista de España y su fascistoide lengua castellana, y todo podía haberse solucionado con una pijada de anglicismo? Joer, haber empezado por allí. Cuánta decepción. Cuánta paradoja.

*Según me informa amablemente Xmerri, el Anglo-Vasco es un barrio de Vitoria, así llamado porque por allí pasaba una línea de ferrocarril que comunicaba Guipúzcoa con Navarra, y muchas de las compañías ferroviarias que la usaban tenían capital británico. Esto ratifica la teoría de que, cuando hay money money de por medio, el romanticismo de la ideología y las raíces se diluye, y nos convertimos a la nacionalidad del mejor postor: y somos eusko label, anglo vascos y lo que haga falta.

martes, 18 de junio de 2013

El ofertón

Supongo que casi todos estaréis inscritos en alguna de estas páginas de búsqueda de empleo, que, dada su utilidad, más pueden considerarse spam que otra cosa, pero que mantenéis por echaros unas risas catárticas de vez en cuando. A mí me gustan especialmente esas ofertas en las que te tientan con trabajar gratis, o con pagarte sesenta céntimos por artículo, o ésas que se venden como empresas "frescas y dinámicas" que te permiten trabajar desde casa, siempre y cuando pongas tú toda la logística, programa de edición, la cámara etc, etc... Pero lo que he recibido hoy es insuperable. Red Trabajar (que se anuncia como la "mayor red de talento en Internet", ahí es nada) me ofrecía trabajo en una revista. Sí, sí, como lo oís. ¡Del gremio, del gremio! He pinchado súper intrigada. Y he descubierto que la revista era "para hombres", que se llama 609 y que la oferta es ser su "chica de portada" junto a un titular que reza "Juguetes eróticos". ¿Y la contrapartida monetaria? Una tablet. Pero de 16 GB. Ojo.

Cosas que no cambian

Visto en el museo Guggenheim de Bilbao en la exposición "El arte en guerra": un letrero reproduce el fragmento de un edicto promulgado por el Ministerio de Propaganda del III Reich, en el contexto de la Francia ocupada y el gobierno colaboracionista de Vichy, cuya última frase dice "En Europe, seule l'Allemagne décide" (o sea, en Europa solo decide Alemania). Esta bilbainada (o germanada) data del 9 de julio de 1940. Pero... ¿no os resulta familiar, coetáneos míos?

domingo, 9 de junio de 2013

Una entrevista que sabe a cuerno quemado

Hojeando el XL Semanal del domingo pasado me he topado con una entrevista a la actriz Asunción Balaguer, esta señora de cara entrañable y voz dulce y aplomada, a la que presentan diciendo que "está viviendo una nueva juventud" ya que "a sus 87 años no para de trabajar y de recibir premios, el último: el Max de teatro". Sin duda, hay enjundia para una entrevista. ¿Cuál será el secreto de esta anciana cuasi nonagenaria a la que le llueven las ofertas laborales? No en vano, de todos es sabido que, a la mayoría de los actores, los papeles les empiezan a escasear (en el mejor de los casos les ofrecerán personajes estereotipados o de segunda fila), precisamente en el momento en el que las carnes comienzan a perder su turgencia, por mucho fuste o relumbrón que haya tenido su nombre en el pasado. 

Empiezo a leer la entrevista y mi asombro y mi indignación crecen a medida que salto de pregunta en pregunta. Cuando termino, hago un recuento: de un cuestionario de 34 preguntas, 25 versaban sobre un mismo tema: las infidelidades del difunto esposo de la artista, el también actor Paco Rabal. Sólo dos aludían a su carrera.

En primer lugar: pobre y reduccionista es una entrevista que se centra tan abrumadoramente en un único ámbito de la vida del entrevistado. El recurso al monotema sólo es justificable si la importancia de la materia es equiparable a la de "cuestión de Estado". Pero, que yo sepa, la ligereza de cascos de un señor no afecta ni a la seguridad nacional, ni cambiará el curso de la humanidad, ni arroja las claves para erradicar el hambre en el mundo ni contribuirá en modo alguno a curar el cáncer. No es que haya que fingir que Paco Rabal no estuvo en la vida de Asunción Balaguer. Si quieres una entrevista que profundice en aspectos personales, vale. Hazle tres o cuatro preguntas al respecto. ¡No dediques a este escabroso asunto tres cuartas partes de la entrevista! O, si eso es lo que vas a ofrecer al lector, sé consecuente y no presentes a Asunción Balaguer como actriz. Ten el coraje de titular: "Asunción Balaguer, cornuda".

En segundo lugar: existen publicaciones concebidas expresamente para abordar el tema de los compañeros de cama. Con el Diez Minutos, el Semana y compañía es suficiente. Vale que una entrevista con este enfoque venda, y que por eso los editores hayan consentido en reproducirla. Pero no es el lugar. Que una revista de prestigio y vocación informativa rigurosa se ponga al nivel de lectura de peluquería la desacredita y degrada. Estás invadiendo targets ajenos y decepcionando a tu nicho de mercado, querida. Y eso también es peligroso para las ventas.

En tercer lugar: hay personas a las que sólo se puede entrevistar sobre sus cuitas de alcoba porque en eso radica su interés informativo. Los laureles de su currículum se cifran en haberse acostado con alguien (o alguienes) y que los demás nos enteremos. Punto. No es el caso de Asunción Balaguer. Obviar facetas de su vida como su carrera, su talento o que se aprenda guiones a una edad en la que la mayoría de personas juegan al mus en una residencia, es desperdiciar la "chicha" de tu entrevistado. Me atrevo a decir más: lo estás insultando.

En cuarto lugar: con tu interrogatorio (verdaderamente implacable, ya que en un momento dado acorralan a Asunción Balaguer bombardeándola con una serie de inquisiciones impertinentes y marujonas como: "¿Cree que Paco Rabal ha dejado más hijos por el mundo?"/"¿Es que algo ha oído o le consta?"/"Una vez dijo que a Paco le había perdonado todo menos una cosa que no le iba a perdonar nunca. ¿Es esta?"/"¿Nunca ha querido seguir ese tema? ¿Conocer?"/"Le contó que tenía un hijo y que..."/"¿Y no lo conoce?"/"¿Y sus hijos tampoco?"... y un machacón etcétera etcétera) estás haciendo sangre en una herida que, sin duda alguna, es dolorosa. Buitre.

En quinto lugar: Asunción Balaguer contesta pacientemente a un cuestionario que, reconozcámoslo, no se le habría planteado a ningún hombre. En caso de que alguien hubiera tenido la peregrina idea de preguntarle insistentemente a un varón por su cornamenta, el susodicho se habría levantado (y con razón), en mitad de la entrevista, acusando al periodista de poco profesional y reivindicando que él había ido allí a hablar de su libro. Y el que quiera saber más, que se vaya a Salamanca.

En sexto lugar: al final de la entrevista, tienen la desfachatez de preguntarle a Asunción Balaguer si "hay algún día que pase sin hablar de él (de Paco Rabal)". ¡Pero por Dios! ¡Cómo va a lograrlo la pobre mujer habiendo en el mundo periodistas como tú! 

En definitiva, que esta entrevista no resiste la más mínima crítica, ni en el aspecto profesional, ni en el humano ni en la lucha por la conquista de la igualdad entre sexos. Vuelvo al principio para saber quién es el lumbreras que la ha pergeñado y compruebo que el autor es una mujer. Bravo. Tiremos piedras contra nuestro propio tejado. Un retroceso empaquetado como quien no quiere la cosa en una revista dominguera. Me quedo triste y un poco descorazonada, porque, pese a todos los avances, nada habrá cambiado realmente mientras el setenta y cinco por ciento de la entrevista a una mujer trate sobre la bragueta alegre de su marido. Desengáñate, Asunción Balaguer. Por muchos méritos que hagas, una mujer engañada es una carnaza demasiado apetitosa como para no hincarle el diente a base de bien.

Déficit de pasiones

Acabo de leer el desolado artículo de un profesor universitario que ha sido testigo de cómo uno de sus alumnos más brillantes (asegura que el mejor que ha tenido en quince años de docencia) se ha visto obligado a abandonar su asignatura por no poder hacer frente al pago de las tasas de matriculación. Ese alumno, dado que ha llamado la atención del profesor entre todos los demás estudiantes, será sin duda una de esas personas "apasionadas". Me explico. 

Todo el mundo tiene aficiones, cosas que le gustan, con las que se entretiene. Y luego, aquí y allá, están esas personas que tienen pasiones. Las conocemos, sabemos quiénes son. Se las identifica de inmediato, porque ellas se identifican con su pasión. Forman un todo indisoluble. Consagran su vida a ellas. Seguro que sabéis a lo que me refiero. Con esta descripción seguro que se os ha venido a la cabeza el nombre de alguno de vuestros conocidos, que, me atrevo a afirmar, con casi toda seguridad será además una de vuestras personas favoritas. La gente apasionada engancha. No porque sean ni mejores ni peores que los demás, sino por el simple hecho de que su pasión les confiere un relieve que les rescata de la masa. Parece que su pasión les legitima: se ve más claramente a qué han venido a este mundo. 

Y cuando esta pasión encima es noble... Bueno, en ese caso, estas personas merecen que el resto de la humanidad se arrodille ante ellas. Aunque como probablemente eso no les sirva de nada, lo mínimo que podemos hacer es remar a su favor, o al menos, no incordiarles, que ya es mucho pedir a un homo sapiens sapiens en ocasiones jodidamente puñetero. Es inteligente y justo que lo hagamos así. Inteligente porque las personas con pasiones nobles seguramente dejarán el mundo mejor de lo que se lo encontraron. Cuando se confía en esta gente, rara vez te ves defraudado. Son una buena inversión. Y es justo porque, si estas personas tienen el valor de creer en algo, de justicia es que los demás tengamos la decencia de creer en ellos. Cuando una persona pierde su pasión, el mundo pierde algo que lo hacía valioso. 

Y la crisis se lo está poniendo difícil a las pasiones. Algunas se las arreglarán para sobrevivir a la zancadilla, porque las pasiones es lo que tienen: son tercas como mulas y se las ingenian para cumplirse. Pero una cosa es eso y otra muy distinta que sean invulnerables. Aunque en un porcentaje amplio sean capaces de subsistir con el balón de oxígeno de la ilusión y tengan la resistencia a la sed de un camello, también necesitan un poco de manduca. A las que se les apriete demasiado el torniquete, se quedarán por el camino. 

Por eso, un día no muy lejano, podríamos encontrarnos con que, a base de austeridad, hemos logrado reducir el déficit económico, sin darnos cuenta de que lo hemos hecho a costa de crear uno no menos gravoso: un déficit de pasiones. Ese día no seremos una sociedad pobre, sino empobrecida, que es mucho peor. Esa deuda será demasiado alta. Algunos (los hombres que se hayan quedado sin sus pasiones) no terminarán de pagarla nunca. Se morirán sin saldar las cuentas consigo mismos. Y de esa quiebra no habrá troika que nos rescate.

martes, 4 de junio de 2013

Películas lacrimógenas

Confesadlo. Todos, e insisto, todos sin excepción posible, habéis llorado con una película de la que os avergonzáis. Y ya no es sólo que os avergüence el hecho de que haya conseguido irritaros los lacrimales. Por lo general, las películas que suscitan ese tipo de llanto irracional, desproporcionado y sonrojante son aquellas que ni siquiera reconoceríamos haber visto. Por favor. Yo haciendo pucheros por esas ñoñerías. Si yo sólo lloro con el cine de Kiéslowski y únicamente si lo echan doblado, porque me pierdo los matices fónicos de la versión original. Pero el caso, lo queramos o no, amigos míos, es que esas películas que apelan a la sensiblería más almibarada con recursos facilones, a veces, son jodidamente eficaces. Ni siquiera hace falta que estemos en esos días del mes. La mayoría supongo que dirá que su momento de lágrima cinematográfico-embarazosa fue aquel en el que Leonardo Di Caprio se alejaba lentamente hacia las profundidades del océano Atlántico transfigurado en cubito de hielo antropomórfico porque la malaje de Kate Winslet se apropió de una tabla en la que todo el mundo jura y perjura que cabían los dos. Bueno, pues yo no lloré con ese momento. Yo soy mucho más original que todo eso. Yo no tengo un título concreto con el que llore de manera ignominiosa. Yo lloro indefectiblemente con un género cinematográfico al completo: las películas en las que se muere un perro al final.

Esta tradición empezó cuando tenía siete años y echaron en la 1 la típica peli de la sobremesa de los sábados. Iba de un policía que se encontraba con un perro (o el perro le encontraba a él) con el que, huelga decirlo, no tenía la menor intención de quedarse. Pero, claro, al final se hacía súper amigo del perro, no sin que antes éste le hubiera destrozado la casa, se le hubiera comido los calzoncillos y otra serie de perrerías que, como ya habréis adivinado, provocaban hilaridad en los espectadores con edades que no llegaran a los dos dígitos. Total, que te encariñabas con el canino una barbaridad y resulta que, al final, para hacer que el perro fuera más heroico, los guionistas idearon que se interpusiera entre una bala y su dueño para salvarle de una muerte trágica. Y eso te hacía encariñarte con el perro más todavía. Si cabe. Huelga decirlo. Pero, lo que hubiera pegado, dado que toda la cinta había discurrido en una clave lúdica, es que apareciera un veterinario súper guay que curara el chucho y que luego le impusieran una condecoración. Pues no. El chucho la palmaba. Toma ruptura de pacto de lectura (o de visionado). Como si a una peli de Cantinflas le pones el final de "Gladiator". Desconcertante. E indignante, ¿verdad? Si a esa tierna edad yo hubiese sabido que existía una oficina del consumidor, vamos, habría puesto una denuncia como una catedral. Yo había comprado una comedia, no un dramón que, por inesperado, todavía era más espeluznante. Conclusión, que la chiquillería traumatizada. Mis padres tuvieron que emplear toda una tarde en aplacar un soponcio que sólo amainó gracias a un libro ilustrado de perros con el que me demostraron que aún había cánidos vivos en el mundo y que, por tanto, aún cabía la esperanza.

Total, que hacía muchos años que no veía una peli en la que un perro se muriera al final. Y ayer quise comprobar si mi particular ley seguía intacta o si el tiempo y la sociedad me habían convertido en una tipa dura e insensible con las hechuras de pedernal de John Wayne. Así que me puse una película sobre esta temática. Y también me lo puse a huevo, porque era ésta (basada en hechos reales, para más inri) que cuenta la historia de un perro que iba a recoger todos los días a su amo (Richard Gere) a la estación y que, cuando éste se muere de un infarto, sigue volviendo impertérrito durante diez años hasta que él mismo se muere. Vamos, la típica película concebida expresamente desde el primer minuto de rodaje hasta los créditos finales para que la gente boba llore (me imagino al guionista entrando al despacho hollywoodiense y soleado de un productor (está de más especificar que sin corazón), exclamando "Mike, te traigo otro de esos guiones para lerdos con tolerancia al azúcar" y Mike frotándose sus manos peludas cuajadas de anillos y replicando, riéndose a mandíbula batiente, "Luke, mi campeón, mi mina de oro, lo has vuelto a lograr, ¿qué harían estos estudios sin ti?").
El caso, que, como era preceptivo, hubo sofocón al canto. Fue ver al perro viejo y encorvado volviendo un día sí y otro también, nevara o granizara (porque está de más puntualizar que nevaba y granizaba, claro, para que el perro fuera más meritorio) a la misma estación en la que vio a su dueño la última vez, y bueno... Corazón partío es poco, y sin Alejandro Sanz que lo arreglara.

La verdad, no sé por qué os he contado todo esto. Será aburrimiento. Cuidaos de él. A la que os deis cuenta, podríais estar llorando con películas de perros que se mueren al final. Y creedme: sé de lo que hablo.

sábado, 1 de junio de 2013

Cuento del hielo

Me desafiaron a que contara la historia de amor más triste del mundo. Pensaron que me abrumarían con esta petición, porque hay muchas donde elegir. Pero qué va. Yo me la sé. Sin duda alguna, la historia de amor más triste del mundo es la de aquella estalactita que no tenía estalagmita. Todas las mañanas, la estalactita, colgada en su alero, miraba para abajo esperanzada, anhelando ver la estalagmita que le correspondería, despuntando hacia ella, en ansias de completarla. Pero nada. Su estalagmita no crecía, por mucho que se inclinara y la llamara, para que se asomara de una buena vez. La estalactita sabía que de su unión podría nacer uno de los espectáculos más bellos de la naturaleza. Y que las estalactitas pueden permitirse el lujo de estar precipitándose al vacío continuamente, en la certeza de que siempre habrá una estalagmita debajo para recogerlas. Y que las estalagmitas pueden aspirar siempre a llegar más alto, con la seguridad de que arriba les aguarda una estalactita para auparlas y hacer que sean más de lo que son. Esto es hermoso, sin duda. Si se hace bien. Pero la estalactita también sabía que, sin estalagmita, ella no era más que un trozo de hielo con la forma de una lágrima que nunca acaba de enjugarse y que siempre está a punto de caer.