lunes, 15 de junio de 2020

Noches de verano (II)

Para que conste en acta, en las noches de principios del verano, todo puede pasar. Aunque las invadan los atardeceres, haciéndolas breves, en ellas cabe una negrura llena de luces.
Un asfalto recalentado, que se funde, se vuelve blando, hasta solidarizarse con la carne. Por debajo, vibran pasiones soterradas y las cigarras les sirven como diapasón.
Se oye rumor de olas, aunque nos hallemos tierra adentro. Los jardines se creen bosques en plena ciudad, y las casas se dicen encantadas. Todos los caminos y ventanas están abiertos, y los árboles a los que trepamos, despiertos.
Los milhojas de recuerdos, de tan nítidos, se convierten en señales de lo que está por llegar, como si todo volviese a empezar.
Cruzamos el puente en el que el suicida no logró su objetivo. Chillan, corren y juegan los niños. ¿Cómo no van a hacerlo si somos nosotros?
Hay una emoción que nace de a poquito y se te sube a la nariz, como las burbujas picantes de un refresco, que luego cosquillean hasta formarte un tumulto en mitad del pecho. ¿Será que explotará?
En esas noches en las que todo puede pasar, la vida está nueva, no hay marca que la desgaste, y la muerte solo es una palabra que nos respeta.
Ya vendrá el otoño un buen día, un día cualquiera. Pero ahora, entre tanto, ahí está la tapia de ladrillo y hiedra en la que, a la luz de un farol, te empujé y te besé sin siquiera dudarlo. Es imposible que lo hayas olvidado.

Eso son las noches de verano. Cuando siempre somos lo bastante jóvenes para enamorarnos.