martes, 8 de agosto de 2017

Necesidades

"Sol. Sol a raudales. ¡Eso es lo que yo necesito!" -proclamó el geranio. Y a su proclama respondió un guirigay que se propagó por todo el balcón.
Riego abundante, pidieron las azaleas.
Una floración de infarto, invocó el rosal.
La enredadera reclamó espacio, mucho espacio para crecer.
Un suelo fértil, grávido de nutrientes, fue el deseo unánime.
¿Y tú, cactus? ¿Qué quieres tú, siempre tan huraño y calladito?
Ni agua, ni luz, ni belleza, ni sitio, ni tierra. Yo me apaño con poquito. Yo no quiero nada.
¿¿Nada??
Dijo que no. Que nada necesitaba. Mentira.
El cactus habría matado por que lo tocaran.


Un telón que no cae

Te veo, Publio Cornelio (o tal vez seas Marco Cornelio), acercándote por el vomitorio, haciéndome una seña imperiosa (imperial) con el dedo índice. Y lo entiendo a la primera, porque no dejas lugar a dudas. Que me quite, que éste es tu sitio. Falso. Pero me orillo en la localidad contigua. Porque peinas canas, y eso es un grado al que guardar respeto. Y también porque no quiero discutir. No sabría ni cómo empezar. Me temo que el latín que aprendí en el Bachiller, a la hora de mantener una conversación, resulta tan "fluent" como el inglés que se adquiría en esos cursos por correspondencia en dos meses con los que te regalaban una guitarra, imagino que como premio de consolación. En cuanto a mi castellano... no creo que vayas a reconocer en esta lengua romance a ese latín tuyo tan desflecado: sometido por los siglos a un tuneo de tamaño alerón y tobera cantosa que ya el chasis original ni se intuye. En fin, pero supongo, Publio Cornelio (o como diablos te llames), que si por algún azar lográramos pegar la hebra, te contaría que yo no soy lusitana. Que la provincia de la que vengo es la Tarraconensis. Y que mi ciudad no es Emérita, pero sí, al igual que la tuya, Augusta. Caesaragusta. Aunque, en honor a la verdad, ya ni siquiera se llama así. Entonces, ¿cómo se llama ahora?, inquirirás con desconcierto, rascándote el cogote. Y yo haré virguerías en un penoso latín para eludir el penoso asunto de desvelarte que tu imperio se fue a hacer puñetas. Y que, está comprobado, cuando un imperio se va a hacer puñetas, lo primero que hacen las ciudades es cambiar de nombre. Pero si sólo fuera eso lo que ha cambiado... Me dirás, muy valentón e indignado, que con vosotros, los romanos, se acabó la historia. Que fuisteis el no va más. El Finisterre. Que inventanteis el acueducto, y que para qué queréis más. Supera eso. Y yo replico que sí, concedo que el acueducto es una pasada, fenomenal. Pero espérate, que tarde o temprano llegará el momento de hablarte de internet. No sé si todo esto te hará abrir los ojos como platos. Si será terror lo que sientas, o estupor, o acaso te abrumes y exclames "¡oh, Júpiter, a dónde vamos a ir a parar!", o si simplemente te fascinará. Pero, sea cual sea tu reacción, incluso si se trata probablemente de una mezcla de todas ellas, estoy segura de que, al final, traslucirás cierta desazón. Porque, con tantos cambios, si el tiempo hace su trabajo con unas calidades tan implacables, es inevitable que ya no entiendas el mundo. Ni a tus ¿semejantes? Siempre turba, y apena, enterarse de que no hay nada perdurable, inmutable. Que la eternidad no existe. Que todo pasa y nosotros con ella. Y que así es como nos vamos quedando fuera de juego. 

Pero entonces, cuando más por los suelos estés, tendré una buena noticia que darte. ¿No ves, Publio Cornelio, por llamarte de alguna manera, que he venido esta noche a disputarte el sitio en esta ima cavea del teatro para que me cuenten los mismos mitos con los que tú te criaste? Porque, sí, yo también los conozco. De hecho, son, ni más ni menos, el paradigma, el código, desde el que, como occidentalita de a pie, sigo interpretando la vida. Y, para que te acabes de alegrar, que sepas que vengo a este teatro a lo mismo que viniste tú una noche cualquiera de hace dos milenios: a pedir que me representen una mentira que es verdad, a querer creerme una historia que ya me sé, a vivir una repetición que nunca resulta igual. A meterme en el juego, aquí y ahora, sean éstos los que sean. A que, por arte de magia, volvamos a convertirnos en niños por un rato, tengamos cinco, veintiocho o dos mil años. Sí, carajo, entérate: ¡la gente sigue yendo al teatro!

Supongo, mi caro Publio Cornelio, que para cuando termine de soltarte esta chapa, la función ya habrá empezado, y desde la fila de atrás me reclamarán que me calle. Pero para entonces, el tiempo habrá dejado de notarse, y el uno al lado del otro, sentados sobre esas piedras, ya (o todavía) seremos iguales.