jueves, 25 de febrero de 2016

Libertad de expresión y otros desmanes

Hace poco más de un año, todo el mundo deploró a lo Fuenteovejuna que unos fanáticos hubieran asesinado a unos dibujantes cuyo único delito consistía en ser unos cachondos mentales que se reían de Alá y su profeta. Se entronizó la libertad de expresión como un valor incontrovertible y sagrado, al grito de que la civilización se llamaba Charlie.
En estos últimos días, se acumulan los casos en los que ese mismo mantra resulta de todo menos incontestable: sus límites y definición ya no parecen claros para nadie.
Por un lado tenemos a los titiriteros de la discordia. Me dio por pensar en cuán fundado puede estar el delito del que se les acusa viendo el otro día el musical "Cabaret". A mitad de obra cayó el telón con una descomunal esvástica, ocultando a un quinteto de actores que cantaban a pleno pulmón consignas del tercer Reich, exhibiendo, mano derecha extendida al frente, el saludo nazi. Luego, durante el segundo acto, los brazaletes de adhesión al régimen ario proliferaron por el escenario. Exigencias del guión. Todos los espectadores allí congregados lo entendimos así. A nadie se le pasó por la cabeza la terrible sospecha de que se estuviera haciendo apología del totalitarismo y justificando la Soah.
No he visto la pantomima de los titiriteros, pero, por lo que cuentan, la pancarta que les ha costado cinco días de cárcel se trataba, al igual que en el citado musical, de un recurso narrativo, imbricado en la historia que representaban para, en este caso, denunciar cómo la derecha demoniza cuanto le desagrada encasquetándole el marbete de ETA. Y mira tú por dónde que, en su caso, el artefacto teatral ha fagocitado a la realidad. Les ha acontecido lo que supuestamente criticaban en el plano de la ficción. Resulta hasta bonito. Va a ser verdad que la vida es un cabaret, no hay más.
Eso sí, y una vez más por lo que cuentan, la función debía de ser de rematado mal gusto. El arte, la cultura, hay que hacerlos bien. Con sutileza, con elegancia. Para venir a decir lo mismo podían haberse valido de una alegoría, de metáforas, como tan eficazmente hacen todas las distopías. No se habrían metido en esos jardines. Fueron burdos. Fueron torpes. Fueron frívolos. Pero de ahí a enchironarlos por enaltecimiento del terrorismo... ¿quién se cree que unos tíos del madrileño barrio de El Pilar están involucrados en el conflicto vasco?
Aún se les podría imputar otro baldón: el joven público ante el que desplegaron esas dosis de violencia y proclamas tan poco demócratas (si bien es cierto que, a efectos prácticos, a ver qué infante nacido hace cinco años en Tetuán sabe lo que es ETA y lo que es "gora"... vamos, que, para ellos, lo mismito que si hubieran gritado que viva Catalina la Grande, aunque ése es otro tema y tampoco lo justificaría).
Respecto al punto de la idoneidad de la obra en relación a la edad del auditorio, fue el Ayuntamiento el que no vio la obra previamente, tal y como era su obligación para saber con qué se estaban jugando los cuartos (públicos). Así pues, las depuraciones tenían que haber sido políticas y no de estos dos desgraciados, a los que, al final, se ha utilizado como carne de cañón en el fuego cruzado que últimamente se traen las dos Españas y sus zonas intermedias.
Ése es el denominador común que me parece percibir en todos estos casos recientes a los que aludía, en los que la libertad de expresión se halla en la picota: el de Rita Maestre, interpelada por una fiscal que parecía miembro de un tribunal de la Santa Inquisición a la caza de la bruja, siendo que la interfecta pidió perdón a quien se lo tenía que pedir (a quien de verdad, en conciencia, y no hipocritona y oportunistamente, le ofendiera un torso en sujetador) y que ni siquiera es la Iglesia quien está detrás de la acusación que pesa sobre ella. Una Justicia más papista que el Papa.
O los casos que están por venir, a tenor del programa de Gobierno presentado por Podemos, en el que se habla de crear una serie de comités para esclarecer la verdad y la justicia, de policías judiciales, y de control de los medios de comunicación, de los servicios de inteligencia y de los organismos encargados de las investigaciones sociológicas que hacen irse por la pata de abajo a todo el que haya leído "1984".
Todo ello parece responder a un afán de judicializar la vida, como trasunto de la exasperación extrema que estamos viviendo; de esa polarización, recurrente en nuestro país y remozada últimamente, entre el santurrón derechoso y el anti sistema comunistoide. En medio de ambos estereotipos, a la libertad de expresión no le queda otra que verse reducida a arma arrojadiza. Por tanto, en el contexto de mojarle la oreja al contrario, se la rebaja, confundiéndola con auténticas mamarrachadas como la de declamar el Padrenuestro de la vagina.
Esperemos que esta crispación sólo sea un cabaret político y que la tensión no se traslade a la sociedad real. De lo contrario, la libertad de expresión, esa niña bonita que ahora todos quieren arrimar a su sardina, va a acabar tras la refriega con el rostro terriblemente desfigurado.

Un columpio mojado

En cuanto esa cobardía le salió por la boca, el corazón se le quedó tan estéril como un parque después de haber llovido



miércoles, 3 de febrero de 2016

Drama de un solo acto

Ciudad europea. Da igual cuál. Una plaza. Cerca del puerto. Un hombre. De raza caucásica. Rubio. Ojos verdes. Con buena planta, que diría aquél. Lleva una niña cogida de la mano. De unos siete años. Morena. Pelo largo. Ojos grandes. Muy grandes.
Ciudadanos arbitrarios desperdigados por los bancos. Uno de pie, junto a una farola. Consultando un periódico.
La niña da un tirón y se suelta de la mano del hombre caucásico. Se queda parada. Unos metros más atrás. En mitad de la plaza. Los ciudadanos arbitrarios se sonríen.

CIUDADANO 1: Qué graciosa es.
CIUDADANO 2: Le salió rebelde al papá.

El hombre caucásico se para a su vez. Gira la cabeza. La llama. Con dulzura.

HOMBRE CAUCÁSICO: Ven, anda.

La niña titubea. Aparta la cara. Mira a su alrededor. Un hombre arábigo. Andrajoso. Barba larga. Ojos desesperados. Muy desesperados.
Se acerca por detrás de la niña. La coge en volandas. La atrapa a traición. Ella empieza a llorar. Él echa a correr. Muy deprisa. Al hombre caucásico se le demuda el rostro. A los ciudadanos arbitrarios, también.

CIUDADANO 1: ¡Se lleva a la niña! (A voces)
CIUDADANO 2: ¡Que alguien lo detenga! (Chillando)

El hombre arábigo corre. Como si en ello le fuera la vida. El lector de la farola suelta su periódico. Roza una manga del fugitivo. Para detenerlo. Él se zafa. Sigue corriendo. Varios ciudadanos arbitrarios comienzan a perseguirlo. Continúan gritando.

CIUDADANO 1: ¡Que no se escape!
CIUDADANO 2: ¡Ha robado una niña! ¡Delante de las narices de su padre!

Un coche de policía. Tuerce una esquina. Atraído por la algarabía. Se apean dos agentes. Porra en ristre. Semblante preocupado. Ceño fruncido. Los ciudadanos arbitrarios los exhortan.

CIUDADANO 1: ¡Allá va el malhechor! ¡Ha secuestrado a una niña!
CIUDADANO 2: ¡Hagan algo! ¡Rápido!

Los agentes de policía corren tras el captor. Y los ciudadanos arbitrarios corren tras ellos. Ya son multitud. El hombre arábigo no para. No tiene resuello. Y sí alas en los pies. Agarra a la niña muy fuerte entre sus brazos.

POLICÍA 1: ¡Deténgase! (Fuera de sí)
POLICÍA 2: ¡Es una orden! (A voz en cuello)

El hombre arábigo no les hace caso. De hecho, aprieta más el paso. Los ciudadanos arbitrarios se encolerizan. Los agentes de policía ven su autoridad en entredicho.

CIUDADANO 1: ¿Es que no van a hacer nada?
POLICÍA 2: ¡¡Suelte a esa niña!!

El policía 1 saca el arma reglamentaria. La amartilla. Apunta. Dispara. El traficante de personas caucásico hace rato que se ha escabullido con su buena planta entre el tumulto. El verdadero padre de la niña siria yace en el suelo con una bala partiéndole el corazón y con ella llorando entre sus brazos.