viernes, 30 de agosto de 2013

Matrimonios con 75 años en prácticas

Últimamente he leído muchas noticias referentes a parejas que llevan un porrón de años casadas. Y ya se sabe que algo empieza a ser noticia cuando empieza a ser rara avis. Los que se llevan la palma son Fred y Lorraine, un matrimonio que se ha mantenido durante 75 años. Ahora, ella ha muerto y Fred, de 96 años, le ha escrito una carta que ha sido convertida en canción por un productor musical que buscaba nuevos talentos en un concurso.

Al escuchar esta historia, te preguntas dónde está el secreto. No. De que hayan permanecido juntos tres cuartos de siglo, no, porque la inercia, el ser comodón o el miedo a quedarse solo son razones poderosas, sino de que hayan estado 75 años casados y, al cabo y a la postre, al buen hombre le hayan quedado ganas de dedicarle a la sweet Lorraine una canción, en vez de pensar para su coleto "tú vas a descansar por fin en paz y yo, más, que ya tardabas en morirte, jodía". 


Y entonces, viendo el vídeo, he creído descubrir la clave del misterio, en una revelación de un segundo. Concretamente, en el segundo 1'54, en el que aparece la foto de dos viejos encantados de hacer el melón el uno al lado del otro, con gorritos de papel y collares de bolsa de cotillón. Dos viejos que, a tenor de la fotografía, se debieron de tomar muy en serio eso de que en la vida hay que reírse. Mucho. Mucho. Mucho.
Y considerarla como una fiesta que hay que celebrar todos los días. Y si logramos que alguien acepte la invitación y se quede con nosotros a soplar las velas, los matasuegras, a romper la piñata y a ponerse de comer tarta hasta las cejas, pues oye, miel sobre hojuelas. Entonces, la fiesta habrá sido un exitazo.

Al verlos, he creído descubrir que para pasar 75 años con alguien (aparte de tener buena salud), that is the key. La clave. El punto G. Ésa es mi teoría.
La razón me la dará o me la quitará el de siempre. Ése al que nadie tose y al que Fred y Lorraine han conocido tan bien: el tiempo.


http://www.youtube.com/watch?v=4BJzzNMv9Oo

jueves, 29 de agosto de 2013

Español geminiano

Arturo Pérez-Reverte escribe un, a mi juicio, acertado artículo, titulado "Conmigo, o contra mí", en el que viene a diseccionar ese proverbial rasgo cainita que tan palmariamente presenta la fisonomía del español medio. Ese que Machado describió mejor que nadie (como casi todo de lo que habló), porque lo logró con dos versos: "Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón". Pero don Arturo también lo dice bien, en párrafos como el que reza:

"En España parece inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Reconocer un mérito al adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo. Sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la independencia intelectual. O estás conmigo, o contra mí".
Y desmonta en una frase brillante la trampa torticera que entrañan los bandos y los adoctrinamientos: "Yo no tengo ideología, porque tengo biblioteca". Zas. En toda la boca.

Sin embargo, el artículo termina de una forma que, creo, merece el siempre tan necesario matiz. Dice así:

"Desde ese punto de vista, el español es por naturaleza un perfecto hijo de puta. Por eso necesitamos tanto lo que no tenemos: gobernantes lúcidos, sabios sin complejos que hablen a los españoles mirándonos a los ojos, sin mentir sobre nuestra naturaleza y asumiendo el coste político que eso significa. Dispuestos a decir: «Preparemos al niño español para que se defienda de sí mismo. Eduquémoslo para que conviva con el hijo de puta que siglos de reyes, obispos, mediocridad, envidia, corrupción, violencia, injusticia, le metieron dentro".

Y sí. No es que no sea verdad. Sólo hay que echarle una mirada a los informativos o al propio vecindario para ver que Hispania es tierra de conejos y también de impresentables (si bien es cierto que en todos sitios cuecen habas y no sé hasta qué punto nuestro país tiene un índice más elevado de sinvergonzonería por metro cuadrado que los demás).

Ahora bien, no es menos cierto que hoy estaba viendo la tele y ha empezado ese nuevo programa de Televisión Española, "Entre todos", con el que se pretende propagar el espíritu solidario entre la ciudadanía para que salgamos de la crisis de la manita, como hermanos bien avenidos. Según el artículo, este propósito implicaría estar luchando contra la idiosincrasia española, contra su pulsión atávica de joder la marrana al de al lado y, cuanto más, mejor.

Y entonces ha llamado por teléfono una jubilada que cobra una pensión de 460 euros mensuales y que ha donado 60 a un niño aquejado de una enfermedad rara, para la que necesita una terapia que sus padres, en paro ambos, no pueden pagar. Y qué queréis que os diga. A mí me ha emocionado. Antes no me pasaban estas cosas. Los nudos en la garganta no se me ataban así como así. Tal vez es que me estoy haciendo mayor y estoy perdiendo la inocencia; valorando, por tanto, la bondad en su justa medida cuando aparece, porque ya sé que no se prodiga tan a menudo como sería deseable. Pero me reconforta saber que, a veces, hace acto de presencia a lo grande, a raudales. Como cuando la gente invadió los hospitales para dar su sangre literalmente cuando un tren se salió de una curva hace apenas un mes. Y esos también eran españoles.

Todos llevamos al Jekyll y al Hyde dentro. En una situación u otra se revela una cara o su contraria. La mayoría del tiempo, sólo somos un rostro a contraluz. No sé si en España hay más hijos de puta que en otros sitios. No sé si esto tiene remedio o tenemos que limitarnos a vivir con ello, con esta condena, con este mal endémico, con la plaga patria. Pero sí sé algo con certeza: que cuando el buen corazón le gana la partida al hijo de puta, el resultado no puede ser más glorioso.