viernes, 16 de diciembre de 2016

Privilegiada rutina

Una media de cuatro veces al día disfruto de una experiencia que una porción nada desdeñable de la población mundial sueña con probar al menos una en toda su vida. Menuda suertuda, ¿verdad? Pero no, no digo esto por ufanarme porque, en realidad, esta bienaventuranza no la disfruto en absoluto (y rima). Por eso, en cada ocasión que paso, a reventar de hastío, por delante del Santiago Bernabéu esquivando a los impenitentes idólatras que se fotografían en la explanada de su aparcamiento como quien está conquistando un trofeo que se llevará a casa en el más preferente compartimento del baúl de los recuerdos, pienso aquello de 'qué mal repartido está el mundo, Facundo'. O, de proverbios va la cosa, aquel otro tan acertado que reza que Dios da pan a quien no tiene dientes.

Toda esa multitud gozándola, haciendo cumbre vital en ese momento, tan efímero como (seguro) largamente acariciado, que para mí se inscribe en el más malhadado de todos los trayectos rutinarios: el del camino al trabajo. Es a mí, a quien el fútbol le importa un soberano rábano, a la que se me brinda el consuetudinario privilegio de coexistir con esa mole que no es catedral y no es pagoda, ni mezquita, ni sinagoga, ni chiringuito de telepredicador, pero que sí es templo donde le rinden culto al dios blanco gentes de todas las razas, colores, culturas, lenguas, longitudes y grosores, que, pertrechados de smart-phones, de esas cámaras compactas que sacabas de fiesta para documentar melopeas, o de cachivaches de tiros largos que hacen de cualquier desgraciado un reportero en potencia del National Geographic, se arrojan a tierra para capturar, golosones, más estadio; o buscan ángulos artísticos y encuadres osados; y posan, solos, en pareja o en grupo, acompañados de un presunto Bart Simpson acolchado, o de esa Minnie que intenta atrapar a los incautos canturreando "hola, hola" con una agudeza tonal que pone ligeramente de los nervios, naturales o relamidos, joviales o solemnes, pero siempre en éxtasis, hermanados por el hecho sagrado de hallarse ante EL mito encarnado en pilastras de hormigón.

Peregrinos renovados a perpetuidad entre los que tú, siempre idéntica, repetición de ti misma, zigzagueas sin que tu regate tenga nada que envidiar al mejor que pueda ejecutar cualquiera de esos ídolos suyos que juegan ahí dentro; devotos romeros ante los que te paras conteniendo la respiración, cuasi derrapando, para no arruinarles el instante de inmortalidad cuando el flash se les rebela; feligresía a la que acabas retratando con tus propias artes porque es que resulta que querían salir todos y claro...

Y todos es todos, porque me da por pensar que por esos rincones del mapamundi remotos habrá una colección de fotos dispares a las que, sin embargo, unirá algo; un punto en común y de fuga sin importancia, apenas un borrón detrás de los protagonistas en el que no reparar, que pasar por alto, que tal vez suprimirá sin piedad el photoshop, porque no pintaba nada allí y 'qué lástima que nos estropee tan bonita estampa, tan digna de Instagram': la presencia de una tipa ora apurada, ora encabronada, ora soñolienta ¿o acaso soñadora?, arrebujada en un abrigo, parapetada tras un paraguas o sudando la gota gorda que simplemente pasaba por ahí, sin haberlo escogido, siempre idéntica, repetición de sí misma.

Mi cotidianeidad, telón de fondo de su alegría.



jueves, 15 de diciembre de 2016

Siempre se puede ir a peor

"Soñé que me despertaba. Creí saber lo que es sufrir. Entonces, sonó el despertador".

LAS DE MIRANFÚ #4

Las de miranfú nos damos un garbeo por el mapamundi de la mano del blog "Un viaje creativo", que nos propone explorar este planeta jugando, con la imaginación del niño que todos llevamos dentro, para luego irnos hasta el pueblo venezolano del Callao y celebrar a ritmo de calipso que su carnaval es patrimonio intangible de la humanidad. En nuestras andanzas conocemos a los monstruos (de cuento) de Isabel Armesto, para que lo diferente no nos dé miedo, y terminamos nuestro periplo reponiendo fuerzas en una cena de empresa navideña... peculiar. Mejor ruta no puede haber. ¿Viajas con nosotras?

http://www.radioela.org/LAS-DE-MIRANFU-4.html

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Toses

Ha sido una tosecilla. Lo que me ha sacado de mi ensimismamiento, me refiero. De esto que andas en una nebulosa y de pronto algo, que al principio no sabes ni qué es, te engancha por la cinturilla del pantalón y te planta de nuevo en medio de la realidad, obligándote con el porrazo de un golpe a que te olvides de ti mismo y vuelvas a ser consciente de todo, de cuanto te rodea, de ese autobús y su traqueteo; de esta mañana plúmbea camino del trabajo; de las calles que discurren sin sentirlas, como paisaje de cartón piedra, al otro lado del cristal en el que apoyabas la sien hace un momento; de la voz envasada en el vacío que proclama que, a la próxima, paramos en Emilio Castelar; del resto de pasajeros que se bambolean en las apreturas del pasillo, engarfiados como chorizos a lo largo de la barra del techo, y de esa otra que se sienta (fue de las privilegiadas que, al subir como tú al inicio de línea, consiguió cotizado asiento) enfrente de ti. Es la que ha exhalado la tosecilla.

La miro. Esbozo un brote de sonrisa. Me corresponde con otro. Se disculpa con complicidad: "Estos catarros que se pillan... con el tiempecito de perros que hace...". "Claro -concedo-. Está todo el mundo igual". Ya somos ciudadanas de bien. Hermanadas por la cortesía, por sabernos empáticas. Conquistas de la civilización. Cada una regresa a lo suyo. Yo, a lo mío. Vuelvo a acomodarme en el colchón mullido de mis meditaciones. Qué bueno zambullirse en ese remolino. Tan propio. Tan acogedor. Tan aislante. Por dónde íbamos. Ah, sí. Tal y como iba pensando, el estado de la cuestión es que... Coj coj. Otra vez. La tosecilla. Miro a su artífice. Ella se medio cubre la boca con la mano, y, con la comisura que le queda al descubierto, compone una sonrisilla expiatoria. Yo fuerzo la mía.

Desvío la vista, la prendo en un peatón que pasea a su perro (que mea en el alcorque) por la acera a cuya orilla pasamos. Ejercicio para blanquear la mente. Segundos después, ya me he abstraído. Nada como dejar la cabeza hueca para que las reflexiones se precipiten a llenártela, apretujándose en los tornos de las meninges para entrar, entre pisotones, empujones y gritos de '¡eh!, ¡atiéndeme a mí primero!'. Con beatífico placer, comienzo a darles audiencia. Pues pienso que, en este asunto, lo mejor sería... Mis ideas ronronean al ver la atención que les presto. Se esponjan. Parlotean. Están radiantes, envalentonadas, nítidas. Pero, en un segundo, sus píxeles empiezan a palidecer, se me escurren entre gemidos lastimeros, con un semblante desfigurado que da pena, y terminan por perderse circunvoluciones cerebrales abajo, como si alguien hubiese tirado de la cadena. He perdido la concentración. Me la han hecho perder, mejor dicho. Coj, coj. Ahora es proferirla ella y yo identificarla de inmediato. Otra vez la puta tos.

En esta ocasión, prefiero no mirar a su perpetradora. Me muerdo el labio. Descruzo la pierna. Coj, coj. Venga, embébete. En lo que sea. No repares en... Coj, coj. Vaya, parece que le ha entrado un ataque. Cooooj, cooooj. No se callará la tía cerda esta. Coj, coj. Mal rayo... Coj... la... Coj... parta... Coj. Me cago en sus muertos. Atchúúúús. ¡Hala, lo que faltaba! Pues no va ahora y se pone a estornudar la pelma de ella... Está hecha un poema. ¿Por qué no se quedará en su puñetera casa? ¿No se da cuenta de que no se encuentra en condiciones de convivir con los seres humanos? Coj, coj, coj, anda, que sí, hija, que ya nos hemos enterado todos... tu faringitis es del dominio público, ¿estás contenta, exhibicionista de mierda? Coj, coj, coj. No te ahogarás, no.

Ya no lo aguanto más. Tengo que hacer algo. Cada nueva tos es un martillazo que me barrena el occipital. La sesera me salta en pedazos. Coj, coj, coj. Alargo el pescuezo para entrar en el campo de visión del viajero que se sienta al otro lado del pasillo. Le indico mi sitio. "¿Me lo cambia?". El muy zorro se niega. Mal rayo te parta a ti... Coj, coj... también. Uuuuuy. Qué nervios estoy larvando... Lo mejor será levantarse, aunque me quiten el asiento. Da igual. Lo prefiero mil veces. Por mi salud mental, tengo que alejarme de esa fuente de microbios. ¿Y si no se trata de un resfriado, como me ha vendido bajo su piel de cordero esta loba infame? ¿Y si es tos ferina, o tuberculosis, o gripe A?

Sin volver la vista atrás, me incorporo de un brinco, me pongo a bandear el tupido tegumento de pasajeros. A mi alrededor todo son codazos, traspiés, quejas, malas caras. Oiga, oiga, que me arrolla. Ay. Señora, por dios, que aquí estamos como sardinas en lata, no cabe ya ni un alfiler, como para que usted... Lloricas. Me importa un rábano. Lo importante es que, tras malquistarme con medio autobús, he logrado poner distancia. Hala, hala, que corra el aire. Apoyo la mejilla en la barra vertical. Me aferro a ella. Está fresca. Menudo alivio. Qué descanso. Me abandono al bamboleo acunador de... Coj, coj, coj.

Maldita su estampa. Se oye por todo el autobús. Una cuchillada. Coj. Dos. Coj. Y otra más... Rítmicamente, en staccato. Un arpegio. Coj coj coj coj coj. El paroxismo. Un coj con flema. Húmedo, blando, gorgoteante. Acaso -¡dios lo quiera!- la traca final. Silencio. ¿Ya ha parado? El suspense de la esperanza. Mar de la tranquilidad a la una, a la de dos... Nada, desmentido al canto. Sólo era un simulacro. Coj coj coj. Y, por si te quedaba alguna duda... coj.

Así que grito. "¡Por favor, abran las puertas! ¡Deténgase ahora mismo! ¡Necesito bajarme!". Nadie me hace caso. Me abro paso entre el gentío que se interpone entre mi persona y la del conductor. El único que puede parar esta locura. Le golpeo el cristal protector con los nudillos. Toc, toc. Se vuelve hacia mí, con una apatía apenas disimulada por una leve interrogación en su bovina mirada de bobo. "¡Detenga el autobús, por favor! Tengo que apearme. No puedo más". Noto que estoy a punto de echarme a llorar. Las toses siguen acribillándome como una granizada en los segundos que tarda en firmar mi sentencia de muerte: "No hasta la próxima parada oficial". La rabia me impele a propinar una palmetada en el vidrio. "Eh, señora...". Algunos pasajeros contienen un respingo de susto. Otros me afean la conducta con miradas reprobatorias.

Me revuelvo, sin saber qué hacer, inerme, como una bestia herida. Coj coj coj. Dioooooooos. Diooooooos. Es una maldición. Mis sentidos, aguzados hasta el límite por la desesperación, me hacen reparar en que se ha quedado un asiento libre junto a la ventana. Me encaramo a él. Alcanzo la ventana oscilobatiente, la abro, intento escapar por ahí. "¡Eh, eh, eh, eh! ¡Loca!" Una marabunta se alza a mi alrededor. Un rugido. Lo ignoro. Estoy tratando de no resbalarme hacia abajo, para pasar la pierna del otro lado y... ¡Jeróónimoooo!... ¡ah, maldición! Unas manos me enganchan por la cinturilla del pantalón y tiran de mí. Me descabalgan. Me agarran. Me plantan en el suelo. Me sujetan. Me debato. "¿Qué pretendía hacer usted? ¿Pero no se da cuenta...?". Por encima de sus recriminaciones, sigue resonando el Coj, coj, coj. Yo ya no oigo nada más. Está bien, está bien, les digo para que se callen. Me aliso las ropas. Recobro la compostura. Y los papeles que, sí, lo reconozco, he perdido un poco. Me he pasado.

Regreso con mucho tiento a la parte trasera del autobús, donde, por fuerza, mi fuga de Alcatraz ha pasado más desapercibida. Ni siquiera sé si mi expectorante torturadora se ha percatado. Ella sigue a lo suyo. En sus toses egoístas y despiadadas. Regodeándose. Coj, coj, coj. Sufre. Coj. Sufre. Me mira con ojos cándidos, con un fingido desvalimiento. Le sonrío, con mi mejor sonrisa, con la sonrisa de antes de que todo esto empezara. Y le digo: "Te voy a dar un antitusivo". "Gracias...". Saco el pañuelo del bolsillo, rodeo su cuello limpiamente con él. Y aprieto. ¡Ahora sí que tienes motivos para toser, eh? ¡Tose, tose! ¡Así, con fuerza! ¡Eso es, que yo te oiga! No te cortes. ¿Cómo era? Coj, coj, coj, coj, coj, coj...

En fin, no voy a prolongar esta historia con más golpes de efecto. ¿Que cómo acabó? Pues el conductor frenó. Aunque no hubiese parada oficial. Los pasajeros descendieron en tropel. Detuvieron a una ambulancia que pasaba por allí. Alertaron a los facultativos, que irrumpieron en el autobús guiándose por los gritos que decían "¡Aquí hay una enferma!". Y se llevaron a la que tosía.