sábado, 26 de diciembre de 2020

Dos partes

Eran los dos tomos de un solo libro. Los trajo a la casa de una tacada un agente del Círculo de Lectores, sin darle espacio a la espera ni sentido a la expectativa. Desde entonces no se habían separado, lomo contra lomo en la misma balda, rodeados por individualistas volúmenes autoconclusivos de los que a menudo aquel dúo en rústica se compadecía. 

Concebidos tal para cual, pasaron juntos 20 años, sin que nadie perturbara su secreto compartido ni inquietara sus páginas; esas que se necesitaban las unas a las otras con insobornable continuidad narrativa para cumplir su destino en común. 

Hasta que la hija mayor se leyó la primera parte durante las vacaciones de Navidad (y qué cosquilleo helador sintió por primera vez la cubierta desnuda sin la del compañero arrimada a su costado), y estas resultaron demasiado cortas como para que entre pecho y espalda también le cupiera la segunda, con la nefanda consecuencia de que se la llevara consigo en la maleta para terminarla en Madrid, donde se produciría un inexplicable zafarrancho de mudanzas imprevistas del que aquel libro desparejado saldría transfigurado en una pertenencia extraviada, de esas que se dejan atrás y de las que nunca más se supo; condenando así al cajón de lo imposible a aquel reencuentro con el que ambos, solitarios y desorientados tomos, habían fabulado día y noche desde que tan incomprensiblemente los desgajaron. 

Durante mucho tiempo se aferraron a la paciencia, resignados a permanecer incompletos, ilegibles en la desazón de ignorar cómo acababa uno y de dónde venía el otro. Y aguardaron sin cuartel, añorándose con subrayado, contándose a medias, que es igual que vivir a oscuras. 

Hasta que un buen día los dos volvieron a mirarse en los ojos de un lector y allí comprobaron en qué se habían convertido: el primero, en un Quijote de final abierto. En el segundo, el nombre del lugar de la Mancha no se recordaba porque ni siquiera había existido.




martes, 22 de diciembre de 2020

El Contrapodcast: "Navidad"

En este Contrapodcast sobre la Navidad, desde la sección de literatura hablamos de la trastienda de la escritura de "Cuento de Navidad", de Charles Dickens. 




Ya te lo darán

Si me lo permitís, os voy a contar una anécdota, básicamente porque me ha parecido un gran regalo, y los regalos hay que compartirlos.

En estas que, la otra noche, llama mi madre a mi abuela y la encuentra de lo más animada al otro lado del teléfono:
-¡¡Enhorabuena!! —le espeta.
Mi madre titubea.
-Muchas gracias, pero... ¿enhorabuena por qué?
-¡Por el premio que te han dado! — le replica sin amilanarse ni un momento ni rebajar un ápice su alegría.
Ay, esos 91 añazos a los que les patina la cabeza, se dice mi madre con resignación. Le aclara para restaurar la cordura:
-Mamá, a mí no me han dado ningún premio.
Y sin inmutarse, viene la contestación lapidaria:
-Bueno, pues ya te lo darán
Así, con todas sus letras. Y un par de narices. Y a mí lo que me da es por pensar que, después de este año del que todos hemos salido trasquilados de una manera u otra (y especialmente los mayores, cuya sabiduría está visto que necesitamos), qué maravilla encarar el 2021 con esa filosofía de la crack de mi abuela y con semejante convicción: que si aún no hemos recibido el premio, no hay que preocuparse ni por un instante, ni concebir siquiera que no vaya a llegar. Que solo es una cuestión de tiempo. Pero que no lo dudemos. Que ya nos lo darán.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El Contrapodcast: Libertad

Vuelve 'El Contrapodcast' con su segundo programa, en el que la palabra que abordamos desde diversas disciplinas es 'libertad'. Desde mi sección de literatura, hago un repaso a los libros que se han censurado a lo largo de la historia. ¿Quieres saber qué obras que ahora lees con total normalidad (e impunidad), en alguna época y en algún lugar, estuvieron tajantemente prohibidas? Certifico que ciertos títulos y motivos te sorprenderán. Descúbrelos, así como la web de este espacio radiofónico (www.elcontrapodcast.com):







 

viernes, 6 de noviembre de 2020

Reseña de "El color de la luz" en el blog "Un lector indiscreto"

El color de la luz es una novela que llegó a mí gracias a los títulos apetecibles que de ven en cuando nos encontramos en Kindle Flash, aunque también influyeron las reseñas y comentarios que leí sobre el título del que hoy comparto mis impresiones, antes de tomar la decisión definitiva de comprarla. También me resultó atractiva la sinopsis, así como el hecho de que en ella se relata una historia que explora diversos tiempos y lugares, en la que el amor y las reflexiones intimistas están muy presentes, pero también la figura de Martín Pendragón, un pintor ficticio modernista que atraerá la atención del lector, tanto por su obra como por su personalidad. Aunque también estará pendiente de la anciana y nueva propietaria del cuadro, quien relata y decide que se escriba su historia. Esta mujer es una anciana que no deja indiferente nadie. no por la empatía que se sienta hacia ella, sino más bien porque, en mi caso, en cada uno de los trece capítulos, más un prólogo y un epílogo en el que se estructura la trama, me preguntaba con qué nueva situación inesperada me sorprendería una mujer tan imprevisible como Blanca Luz Miranda. De nuevo me encuentro con un gratísimo descubrimiento, porque disfruté muchísimo con su lectura de la primera obra que leo de Marta Quintín, y espero seguir disfrutando de su narrativa. Como digo en estos casos, es de las historias que uno se apena despedir pero, como todo en esta vida, el desenlace siempre llega. Si duda alguna, quienes disfrutan de las novelas que abarcan un período concreto de nuestra historia reciente, tienen en este título la oportunidad de acercarse y descubrir el buen hacer literario de la escritora zaragozana.

Marta Quintín construye una historia muy solvente, atractiva y amena, que constituye un verdadero puzzle. La planificación de la trama es uno de los grandes alicientes de El color de la luz, porque las piezas están diseminadas de tal forma a lo largo de los capítulos, que el lector sentirá interés por su encaje, ya que se preguntará si una vez reunidas las piezas en un todo compacto conducirán a un desenlace bien finalizado. Pese a que es más una novela de personajes, el lector sentirá también interés por el plano espacio temporal en el que se desarrolla el ciclo vital de Martín Pendragón, sobre todo en lo que al período histórico se refiere: la vida del pintor ficticio modernista se verá influenciada especialmente por la Guerra Civil Española, el París de los felices años veinte y la Segunda Guerra Mundial, con lo que este conflicto bélico supuso para quienes hacían un arte que no gustaba a los jerifaltes nazis. Si bien las descripciones de las localizaciones por las que transitan los personajes pasan a un segundo plano, sobre todo las escenas que se desarrollan en España, salvo las que tienen lugar en el Museo del Prado, tienen una mayor presencia las que se describen de Montparnasse.

En una casa de subastas en Nueva York, una periodista asiste atónita al precio que paga una anciana de 80 años por un cuadro del pintor ficticio español Martín Pendragón. La desorbitada cifra a la que se llega en la puja sirve de espoleta para que la periodista se interese por la historia que hay detrás de la nueva dueña de la obra por la que pagó una suma astronómica de dólares. Pero a parte del precio que alcanzó la puja le atrajo también la forma en la que aferró el cuadro una vez que lo tuvo en su poder. Pese a la brusquedad con que la recibió en la primera cita, la reportera consiguió, para su sorpresa, que le relatara toda la historia que había en torno al cuadro y su autor, por lo que actuó como si se tratara de su biógrafa o cronista, presentándose en su despacho cuando la citaba para grabar la información que le iba revelando. El lector asistirá expectante a una historia cuyos preliminares comienzan en 1982 en Nueva York, y la llevará hasta Madrid, en donde empezará una cuenta atrás que tiene como punto de partida el año 1919. La nueva propietaria del cuadro le contará una historia que en la web de la editorial catalogan como intimista, pero en la que también estarán muy presentes hechos históricos del pasado siglo XX que influirán en el devenir del protagonista pasivo de esta novela, al igual que el amor descarnado e imposible que se fragua entre Martín Pendragón y Blanca Luz Miranda. La pasión está muy presente en el romance entre ambos personajes, pero también la naturaleza humana desempeñará su papel decisivo, porque la fuerte personalidad de ambos influirá en la continuidad de ese vínculo que empieza a forjarse el día en el que Blanca Luz Miranda acompañaba a su padre, el profesor de arte Francisco Miranda, y a su hermana Sofía, quienes se instalan en una ciudad ficticia del norte porque el padre quiere abrir su propia academia en la que prefiere tener «pocos alumnos para poder centrarme en ellos y supervisar de cerca su evolución».

Marta Quintín desarrolla una historia de personajes trazados con mucha fuerza y que parecen cobrar vida propia, en los que el perfil psicológico está muy resaltado. Son personajes que al lector le resultarán cercanos, pese a que estoy seguro nadie siente empatía con la anciana propietaria del cuadro. Pese a lo que acabo de comentar, son Blanca Luz Miranda y Martín Pendragón los dos personajes que más atraerán la atención del lector, porque su presencia domina a lo largo de los capítulos. Y es que si el pintor sabe lo que quiere desde un principio, y a quien quiere, Blanca Luz es un personaje muy complejo, porque desde el momento en el que recibe a la periodista en Madrid con un trato más bien brusco y distante, me dio a entender que era una persona de la que se podía esperar de todo. Y así es cómo se mostrará como alguien voluble, egoísta, manipuladora, y otros rasgos que se conocen a lo largo de su relato. En este sentido, creo que me pasó lo mismo que a la periodista, quien reconoce que para ella es como si el pintor fuera alguien cercano, porque se va familiarizando con su forma de ser y actuar, conociendo incluso los rasgos íntimos que le cuenta la anciana interlocutora en sus entrevistas. El pintor ficticio modernista se cruzará con otros personajes que lo acompañarán tanto en su proceso de aprendizaje como en los años en los que su nombre empezaba a ser reconocido en el mundo del arte por la calidad de sus obras, y se convertiría en uno de los pintores más revalorizados. Eduardo Iquierdo y Chema Casabella son los dos aprendices que le acompañan en su formación en la academia del profesor Francisco Miranda, con quienes mantendrá relación a lo largo de los años, si bien en distinta dirección, como lo podrá comprobar el lector a medida que se suceden los capítulos. 

Del profesor Francisco Miranda también conocerá algunos episodios de su pasado, que influirán también en su formación profesional. Junto a estos personajes, el pintor modernista se cruza con algunos reales y otros ficticios, principalmente en su estancia en París, y sobre todo en la academia La Ruche, fundada por el escultor Alfred Boucher, que tomará parte en algunas escenas. El también pintor Marc Chagall y la marchante de arte francesa, Jeanne Bucher, son otros dos personajes históricos que interactúan con Martín Pendragón en algunas fases de la novela, así como el propietario y fundador del Café de la Rotonda, Víctor Libion, a donde solían acudir los miembros de la academia. En este sentido, tal y como están construidos los personajes, y al comprobar que algunos eran reales, tuve mis dudas en cuáles serían los ficticios, por la credibilidad y realismo que se percibe en cada uno de ellos.

Me gustó mucho el estilo narrativo de Marta Quintín, lo que hizo que me sintiera muy cómodo durante la lectura de El color de la luz. En mi modesta opinión, tiene un estilo depurado, con una riqueza de léxico y mucho cuidado con las intervenciones de los personajes en los diálogos, si bien quizás las intervenciones de Gabrielle no me parecieron muy acordes con el personaje que representa, aunque también me decía que su relación con Martín Pendragón le ayudaría a mejorar su formación. A lo que acabo de comentar añado la estructura que le da a la trama, porque tal y como se desarrolla, me dio la sensación de que disfrutaba de una novela testimonio. La biografía del pintor modernista ficticio es completada a través de la información que facilita Blanca Luz Miranda, si bien la periodista realiza alguna investigación por su cuenta, lo que da un mayor aliciente a la trama, porque se encuentra con alguna sorpresa que incluso le disgusta, porque presiente que ha sido engañada, hasta el punto de contrastar sus dudas con la propietaria del cuadro. También hay algunos datos biográficos que adoptan forma epistolar, de cuya correspondencia la periodista y narradora tendrá conocimiento de cómo llegaron a la rica empresaria textil.

Si bien no son dos líneas temporales al uso, en alguno de los trece capítulos se fecha la época en la que se desarrollan los episodios correspondientes, me atrajeron mucho los saltos temporales que se hacen en los en los que se estimaba necesario este vuelco narrativo. En este sentido, la autora se adapta a la narración de las dos voces que construyen la biografía ficticia del pintor modernista a la época en la que intervienen o se refieren ambas narradoras. El lector comprobará cómo cuida mucho esta particularidad, porque así queda reflejado el lenguaje que se utiliza en los saltos temporales que tienen lugar a lo largo de los capítulos, tanto en la narración como en las conversaciones que mantienen los personajes, siendo en ocasiones más coloquial y distendido en la primera línea cuando las escenas de turno se prestan para utilizar estos recursos. Quienes disfrutan con las novelas intimistas cuya trama abarca diversos tiempos y lugares, tienen en El color de la luz una lectura muy entretenida, construida con maestría, y con unos personajes cercanos, cuyas intervenciones le dan mucho juego a la novela, en la que se encontrarán con unos giros atractivos y unas anécdotas que levantan alguna sonrisa.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Reseña de "La tortuga que huía del jaguar" en el blog Sed de libros

 La tortuga que huía del jaguar, de Marta Quintín es una novela publicada en 2019 y galardonada con el premio València Nova Alfons el Magnànim de Narrativa. Es la segunda novela publicada de la escritora y trata del viaje físico (pero también espiritual) de la joven Marilia, que decide marcharse de casa una mañana en la que descubre una tortuga carey muerta en la playa.


Marta Quintín es una joven escritora zaragozana, aunque nadie lo diría leyendo La tortuga... puesto que, al estar ambientada en Costa Rica, el lenguaje utilizado es la variante dialectal de allí (nada que ver con la de Zaragoza). He de decir que (y aquí me sale la deformación profesional de la profe de lengua) el trabajo lingüístico es impecable. Pero además de eso, encontramos un lenguaje literario exquisito. Es una novela lírica, plagada de metáforas y simbolismo, y escrita con una delicada belleza que te hace disfrutar desde la primera hasta la última página. Por destacar un ejemplo de este aspecto, Jason y Marilia describen a qué huelen las olas a través de un diálogo que es, o al menos yo lo siento así, un poema encubierto:


-¡A un arrepentimiento tardío!

-¡A un botín para el vencido!

-¡A un pirata con anteojos!

-¡A metedura de pata!

-¡A metedura de mano!

-¡A una cabeza hueca!

-¡A un corazón grande!

-¡A un bolsillo agujereado!

-¡A una piedra de obsidiana!

-¡A fiebre que sube!

-¡A marea que baja!

-¡A las cosas que nunca serán para mí!

-¡Al lila del arco iris!

-¡A un cocodrilo sin dientes!


Pero, sin duda alguna, lo que me conquistó de esta obra son sus personajes, construidos a partir de emociones y sentimientos, por lo que es fácil identificarte con ellos. Marilia está hecha de miedo y de soledad, pero también de amor y de valentía. ¿Quién no ha estado alguna vez en esa situación? El pánico al dolor te paraliza  y te impide arriesgarte a emprender nuevos rumbos vitales. Te quedas en un lugar seguro, te ahorras el dolor, pero también te pierdes la experiencia, la felicidad, te pierdes la vida, en definitiva. Por otro lado, tenemos a Jasón, que personifica la autodestrucción, la certeza de que es tan improbable ser feliz, ser bueno, no hacer daño a los demás, que es mejor no intentarlo siquiera y, por supuesto, no involucrar a nadie ni depender de otras personas. No en vano es él quien nos ofrece la definición más triste de la felicidad: "[...] la felicidad no está hecha para durar [...] La felicidad es... lo mismo que pintar en el agua. Consigues crear algo hermoso, y al segundo siguiente, ya no está. Lo único que podés hacer es recordarlo, aunque como prueba de lo que viviste solo te queden los colores diluidos... y el agua revuelta...".


Otro punto interesante es la línea narrativa temporal de la novela. La obra comienza con el momento clave de la aparición de una tortuga muerta en la playa, que Marilia interpreta como un presagio de peligro. Esto la lleva a tomar la decisión de abandonar su casa y a quienes viven con ella: Jasón y la tía Granada. A partir de aquí, se nos cuenta todo lo que sucedió anteriormente: desde que Jasón y Marilia son niños hasta el momento presente. Se nos explica el origen de nuestros protagonistas y, de alguna manera, se justifican así sus puntos flacos actuales: Marilia queda huérfana de padres (lo que explica su eterno miedo a la pérdida) y es acogida por la entrañable tía Granada. Jasón, por su parte, acaba huyendo de una familia que ni lo entiende, ni tampoco parece quererlo (lo que podría explicar su desapego hacia el resto de la humanidad y su rechazo al compromiso). En la mitad final de la novela se retoma el punto clave (la muerte de la tortuga) y, a partir de ahí, la historia va hacia adelante. Lo que ocurre desde ahora hasta el final no se puede contar sin destripar la historia, así que... hasta aquí podemos leer.


Todos los personajes representan alguna emoción o sentimiento, lo que hace de esta novela una obra de simbolismo puro, maravillosamente escrita y que despierta en quien la lee tanto sensaciones agradables y tiernas, como miedos e inseguridades internas. Heredera del mejor realismo mágico latinoamericano, es una de las obras de la literatura actual más recomendables que he leído últimamente.

Reseña de "El color de la luz" en el blog Saqueadores de palabras

 Hace unos días, un amigo al que no le gusta leer me envió un mensaje. Había terminado un libro que yo le ayudé a escoger hace cosa de unos meses. Parecía tan emocionado que no pude sino informarme sobre aquel misterioso libro, y entonces, me lo ofreció. Con sus mejores dotes de comerciante me convenció de que debía leerlo, así que a los pocos días, yo tenía el libro en mis manos.


En El color de la luz, seguimos la historia de Martín Pendragón, un muchacho español que trabaja en la construcción, y cuya pasión y talento son la pintura. Un día, tras haber sido enviado a un recado, Martín se encuentra con el señor Francisco Miranda y sus dos hijas, Blanca Luz y Sofía. Tras darles indicaciones con un mapa dibujado por él, el señor Francisco; un profesor de arte, decide darle la oportunidad de admitirlo como pupilo. Desde entonces, alojándolo en su propia casa, desarrollará una relación especial con la hija mayor, Blanca Luz. Ambos vivirán una tormentosa relación, que nos llevará al principio de la novela, en el que Blanca Luz, ya anciana, se hace con un Pendragón por varios millones en una subasta.

Como os dije, este libro fue un préstamo de un amigo. Hace unos meses me envió una lista y me pidió que eligiera su próxima lectura. No sé muy bien por qué, pero decidí que este título sería el idóneo. En él, encontramos una historia de amor sin precedentes, entre el aprendiz de artista y la hija de su maestro. Viviremos también la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial gracias a las migraciones de los distintos personajes. También veremos dualismos como los del amor y el odio o el de la amistad y la traición.

He de confesar que al principio, el libro me resultó algo aburrido. Los primeros tramos están narrados en primera persona porque el libro en sí cuenta como una periodista investiga todo el tinglado para escribir la biografía de Blanca Luz. El caso es que esas intervenciones que hace la periodista son algo tediosas, porque a pesar de que la autora cuenta las cosas con un lenguaje exquisito, la periodista tiende a utilizar un lenguaje algo más coloquial e incluso algo ofensivo. Esto empeora por el hecho de que tanto Blanca Luz como la narradora son bastante bordes, y entre ellas tarda bastante en  producirse una conexión como tal.

Una vez termina este tormentoso inicio, comienza la narración del pasado, lo más importante en mi opinión. Con una narrativa casi lírica, Marta Quintín nos transporta a una España de los años 30, a un primer amor de adolescencia y nos invita a que seamos testigos de la atroz separación de dos vidas que sufren por estar una junto a la otra. Este libro es pura poesía. Es precioso, intrigante, envolvente. El lector conecta con los personajes en el primer momento en que se introducen y la forma en que la autora escribe y describe te hace leer el libro de prácticamente una sentada. Insisto, yo lo leí en dos días. 

Un título imprescindible, sin lugar a dudas. Algo que me encantó además, es que si eres un fanático del arte del siglo XX (Vanguardias, concretamente), disfrutaras del tratamiento tan cercano que presenta Martín Pendragón con sus compañeros Salvador y Federico, con su pelea por El gran masturbador... En fin, Saqueadores ¿Qué os parece? ¿Lo habéis leído? ¿Le daréis una oportunidad?

lunes, 15 de junio de 2020

Noches de verano (II)

Para que conste en acta, en las noches de principios del verano, todo puede pasar. Aunque las invadan los atardeceres, haciéndolas breves, en ellas cabe una negrura llena de luces.
Un asfalto recalentado, que se funde, se vuelve blando, hasta solidarizarse con la carne. Por debajo, vibran pasiones soterradas y las cigarras les sirven como diapasón.
Se oye rumor de olas, aunque nos hallemos tierra adentro. Los jardines se creen bosques en plena ciudad, y las casas se dicen encantadas. Todos los caminos y ventanas están abiertos, y los árboles a los que trepamos, despiertos.
Los milhojas de recuerdos, de tan nítidos, se convierten en señales de lo que está por llegar, como si todo volviese a empezar.
Cruzamos el puente en el que el suicida no logró su objetivo. Chillan, corren y juegan los niños. ¿Cómo no van a hacerlo si somos nosotros?
Hay una emoción que nace de a poquito y se te sube a la nariz, como las burbujas picantes de un refresco, que luego cosquillean hasta formarte un tumulto en mitad del pecho. ¿Será que explotará?
En esas noches en las que todo puede pasar, la vida está nueva, no hay marca que la desgaste, y la muerte solo es una palabra que nos respeta.
Ya vendrá el otoño un buen día, un día cualquiera. Pero ahora, entre tanto, ahí está la tapia de ladrillo y hiedra en la que, a la luz de un farol, te empujé y te besé sin siquiera dudarlo. Es imposible que lo hayas olvidado.

Eso son las noches de verano. Cuando siempre somos lo bastante jóvenes para enamorarnos.

jueves, 16 de abril de 2020

¿Qué estás mirando?

Aquellas videollamadas grupales de los jueves le alegraban la cuarentena. O la vida. Que ya eran lo mismo. Qué alborozo que de pronto, como por arte de e-magia, se le apiñaran en la pantalla los rostros queridos, borrosos, pixelados. Y qué pellizco en la tripa cuando, entre todas las caritas, se dibujaba la de él.

En esos tiempos lejanos en que los enamoramientos todavía se fraguaban en persona, de buena gana se habría pasado las horas muertas mirándolo, pero el reparo de hacerse incómoda siempre la acababa disuadiendo; de carne y hueso lo había escrutado a hurtadillas, en instantes robados al descuido, y en cuanto él le devolvía el vistazo, se apresuraba a retirárselo. Aquí no ha pasado nada. Ante todo, no me vayas a pillar.

En cambio ahora, sin recatarse en absoluto, lo contemplaba a su sabor. Amparada por la distancia, parapetándose tras una app, la barbilla apoyada en la mano con deleite, se recreaba en la porción de cristal templado que había convocado su pelo, su barba, sus gafas, sus facciones. Y aquellas manos nudosas que gesticulaban de cuando en cuando.

Espía más indiscreta y golosa no la ha habido, que en verdad se lo comía con los ojos. No perdía ripio, mientras, ajenos por entero a tanto arrobo, los demás parloteaban y presumían del último bizcocho que habían horneado.

Eso sí, las labores de escrutinio, por absorbentes que resultaran, no le impedían, además, fantasear. Lo observaba y albergaba la esperanza de que él la estuviera observando a ella con el mismo afán. Pues, ¿acaso de repente no se quedaba también embobado, con la vista prendida, y una media sonrisa que se le colaba en la boca sin causa aparente? Pero claro, ¿cómo adivinar qué narices se la había provocado? ¿De qué forma averiguar si ella ocupaba el pedacito de pantalla al que sus ojos salían a bailar?

En ocasiones, intentaba atrapar algún indicio, tendiéndole trampas. Bostezaba, o cambiaba de postura, a ver si él cambiaba la suya o bostezaba, de modo que el efecto espejo le confirmase que aquel acecho era mutuo. Un jueves, estalló en carcajadas y, acto seguido, su deseado comenzó a reírse como un descosido al otro lado del 4G. Se le calentó el corazón.

Sin embargo, frente a estas ilusiones, ninguna certeza. La de conjeturas que se habría ahorrado si hubiese estado al corriente de que él siempre minimizaba la ventana y dejaba la conversación en segundo plano. Cuántas cábalas se habría evitado de saber que lo que examinaba con tanto interés era un estadillo de Excel con las facturas del último mes.

miércoles, 15 de abril de 2020

*

La primavera está lloviéndose sin mojarnos


Leyendas urbanas

Cuenta la leyenda que estas escaleras conducían a un lugar llamado calle. De invención tan improbable ya no queda ni el recuerdo. Qué más da, niños, si, en caso de existir, fue en otros tiempos.



lunes, 13 de abril de 2020

Besos enmascarillados

Feliz Día Internacional del Beso en un año en el que estuvo prohibido besar:

Se enamoraron de balcón a balcón. Se distinguieron enseguida: ellos dos, los únicos en toda la calle confinada que se asomaban ocultos tras sus mascarillas de carnaval quirúrgico y veneciano. Como si no se sintieran seguros en sus propias casas. Tal vez, lo que pasaba es que, directamente, no se sentían en casa, y por eso pensaron -bendita y loca esperanza- que podrían encontrar una en la del otro. O, quién sabe, ser casa juntos.
Así pues, tuvieron que enamorarse por los ojos. Lo único que se conocían. Y para empezar, obviamente, les bastó. Con los ojos se espiaban, sorprendían el movimiento del cristal vecino al abrirse, dando paso a sus respectivas manos enguantadas, que, en perfecto eco, aplaudían con una rabiosa suavidad, todos los días a las 20:00. Con los ojos se dedicaban promesas inauditas, y se despedían: "Hasta mañana. Te veo sin falta".
Pero lo que sí faltaba era que el amor también aullara, que oliese, que supiese, que tocara. Un miércoles de principios de abril, ya de atardecida, bajaron a la vez la basura. Se ignora si sus miradas habían quedado previamente con alevosía. Se les concederá el beneficio de la duda.
Lo que no se puede negar es que pusieron en jaque a la OMS cuando, con aire casual y distraído, cruzaron la calzada y entrechocaron las mascarillas. Fue un segundo. Fue un roce. Fue leve. Pero esa noche, ambos soñaron que se paraban frente a frente y, muy despacio, se las quitaban el uno al otro. Fue lo más erótico de sus vidas.
Al despertar, cada uno en su cama, se sintieron felices. Con dedos de látex, se acariciaron los labios a través de la tela, y se notaron la sonrisa. Faltaba un día menos para besarse con boca.

jueves, 19 de marzo de 2020

Yo me quedo en casa

Me ha despertado la urgencia. Con un pescozón en el estómago. De la impresión, he tenido que incorporarme, como un resorte. Y aún diré más: me ha hecho sacar las piernas (y por ende los pies) fuera de la cama, afianzarme sobre ellos, y dar unos cuantos pasos. Los suficientes para salir del dormitorio, atravesar el salón, descender las escaleras comunitarias tras bajar el picaporte, franquear la puerta de mi casa en pijama, encontrarme de pronto en el portal. Y pisar la calle. La calle prohibida.
No ha sido premeditado, lo juro. Simplemente ha ocurrido. Sin remedio. La urgencia me lo ha pedido. Con el pescozón. Obedeciendo a su impulso, que aún se refocila en mi estómago, he continuado hasta la avenida, que se adivina oscura. Las aceras se hallan tan desiertas como lo estará la luna para los primeros humanos que la colonicen, cuando en ella todavía no hayan abierto centros comerciales. La ciudad se ha convertido en un espacio muy amplio, muy quieto y muy callado, en la pesadilla de un agorafóbico. En una oficina el día de Año Nuevo. Las farolas esta noche no sirven para nada. Arrojan una sombra de luz contra el asfalto, que se la devuelve aminorada por mil. Los neones de la pizzería parpadean en la esquina con el tic de un ojo desquiciado. Grito y el eco rebota en esas fachadas donde ya se han apagado los aplausos.
Estoy lejos. No me queda otra que bucear en la tierra. Me adentro en las tripas urbanas. Los pasillos del metro recuerdan a los de un hospital británico de la Segunda Guerra Mundial. Lo parecen siempre, en realidad. Pero, ahora, el hospital es más aséptico. Los baldosines blancos titilan mortecinos a la mortecina lumbre de los tubos fluorescentes. Al llegar a los tornos, esgrimo con metódica profesionalidad el arma por excelencia de estos días raros: el botecito de desinfectante (¿dónde demonios lo estaba guardando?), y rocío sin misericordia ninguna la superficie metálica en toda su extensión. Refulge. En cuanto me aseguro, poso las manos, flexiono las rodillas, me elevo de cadera para abajo y me catapulto al otro lado. Lo siento. Me he colado. La tarjeta monedero de diez viajes resulta en estos tiempos una frivolidad inaguantable.
Los andenes sepulcrales reverberan, apareciendo y desapareciendo como la alucinación de un esquizoide puesto de setas hasta el culo. El reloj digital dictamina que al próximo tren le faltan siete minutos para naufragar en esta playa. En ese intervalo, extiendo los escrúpulos hasta el nivel paranoia, procurando no rozarme ni con las briznas de aire. Quién sabe de qué efluvios mefíticos no lo habrán atiborrado los pasajeros que me hayan precedido. Ahora no se ve ninguno. Mejor. No quiero compartir oxígeno con extraños. Soy un buzo en inmersión abisal, un lobo estepario. Aun así, cuando menos lo esperaba, se me echa la angustia encima. Me acribilla. Noto cómo los bichitos invisibles, diminutos y voraces se me pegan a las manos, me saltan al cuello, impregnan el humor vítreo, se infiltran en las fosas nasales y ponen pica en la mucosa.
Apenas llega, entro en el vagón frotándome los brazos y rascándome los codos. Si pudiera, dejaría la piel atrás, pero se me antoja impúdico y descortés. Ya en el interior, cuido de no apoyarme, de no tocar la barra ni las asas, me abstengo por supuesto de sentarme. Así que viajo entre las filas de asientos vacíos y enfrentados, con las piernas abiertas en uve inversa para no perder el equilibrio, tambaleándome sin embargo cada vez que tomamos una curva más retorcida de la cuenta. Me siento el único habitante en el intestino de una oruga que no ha probado bocado en siete días. Y entonces, me da por pergeñar qué alegaré en caso de que la policía irrumpa de repente y me interrogue. Las manos arriba. La linterna encañonando a las pupilas. Que adónde voy. Que a qué se debe esta excursión tan intempestiva, tan inoportuna. Que cuál es mi excusa en esta cuarentena. Incluso yo me lo pregunto.
Les diré que trabajo como guarda nocturno en unos grandes almacenes. Pero si están cerrados. A cal y canto. ¡Que cantes! ¿Adónde te diriges, infeliz? Tal vez, para desconcertarles, venceré las aprensiones y me envolveré con ellos en un abrazo. Seguro que, en el fondo, agradecen un gesto tan tangible, tan corpóreo, tan humano. Podríamos hacernos amigos inseparables. Y marcharnos a un banco del parque a jugar a las cartas. O al pádel.
Por fortuna, no hay contratiempos. Esta es mi parada. Vuelvo a emerger. En un barrio distinto de la ciudad, pero imbuido en el formol del mismo delirio. Aquí también huele a soledad, a miedo y a lejía. Las ventanas están oscuras y las persianas, chapadas. El bloque duerme. O vela en silencio. Al menos, en el loco apresuramiento, no me he olvidado de la llave que me prestaste. Surge, sin saber cómo, en un bolsillo del pijama. Me late el corazón tan fuerte que, por un segundo, temo no acordarme del número del portal. Pero al punto desecho esta ocurrencia tan absurda. ¿En qué clase de universo paralelo podría yo borrarlo de mi cabeza?
Esto lo voy pensando ya en el ascensor, camino del quinto piso. La imagen que me devuelve el espejo (los pelos revueltos, las ojeras, los labios secos, la palidez del encierro) no me favorece, pero qué le vamos a hacer. Al menos, ensayo la sonrisa. Esa con la que corresponderé a la tuya, medrosa y llena de dudas, que se te pintará en la cara cuando abras y me encuentres en tu rellano. Lo estoy viendo. Te acercas hasta la mirilla, con pasitos cortos. Obviamente, no esperas a nadie. La hoja que chirría al girar los goznes. La sorpresa expandiéndote los ojos, que se anegan de inmediato con una muda reprensión. ¿Qué diablos te crees que estás…? ¡No deberías haber venido! ¡Está prohibido! Si te pillan… Pero enseguida la alegría, el breve instante de titubeo, al que le pasa por encima la ilusión del reencuentro, que te precipita hacia mí. Pero antes de que des dos pasos (esos dos primeros que, si les permites comenzar a encadenarse uno tras otro, pueden lograr que te cruces una ciudad para acabar trayéndote hasta aquí), antes, digo, levanto el admonitorio dedo índice y con un gesto te indico que no, que te detengas, que mejor nos saludemos durante un buen rato (hasta que me despierte) agitando las manos en el aire, que sigas mirándome así, con esa dulzura, con esa fijeza, queriéndome tanto, pero siempre a un metro de mí, respetando la distancia de seguridad. Ni en sueños osaría tocarte.

sábado, 11 de enero de 2020

Reseña de "La tortuga que huía del jaguar" en el blog La reina lectora

http://www.lareinalectora.com/2019/12/la-tortuga-que-huia-del-jaguar-de-marta.html?m=1

Hay momentos en los que terminas de leer un libro, y estás ansiosa por contar lo que te ha  parecido. Este es uno de esos momentos. La tortuga que huía del jaguar ha sido galardonado con el Premio Valencia Nova, y a la autora le ocurrió con el argumento lo que a mí con su sinopsis. En un viaje a Costa Rica, unos niños se le acercaron corriendo y gritaron que un jaguar había matado a una tortuga. La imagen impactó en la autora de tal forma, que se entregó a ella lo suficiente como para convertirla en un libro. Posteriormente, cuando este libro apareció ante mí, solo me detuve en esa anunciación que ya no la dictaban niños costarricenses sino Marta Quintín, que se había convertido en tortuga y jaguar para llegar hasta los lectores.


La tortuga que huía del jaguar es un libro exótico, en todos los sentidos. Ocurre en Costa Rica, a caballo entre Tortuguero y La Fortuna, dos localizaciones idílicas que son descritas con destreza por la autora, con léxico de la zona. Esto último es importante subrayarlo porque Marta Quintín ha usado los topónimos, la fauna, la flora, la gastronomía y todo lo referente al país de tal manera que parece que estamos leyendo un libro escrito por un costarricense. Pura vida.

Así pues, la obra es exótica y añadiría: salvaje. De telón de fondo de esta historia, siempre está la bravura del mar y de la selva, dos entornos que podemos sentir con mucha claridad a través de la escritura de Marta, y que van moldeando a nuestra potranca de coco, Marilia, la protagonista. Marilia decide marcharse de Tortuguero cuando le dicen que un jaguar ha matado a una tortuga, porque hizo una promesa tiempo atrás, justo en un momento en el que empezaba a forjarse su propio caparazón. Se aleja, pues, en un viaje circular que la devolverá al inicio, no sin antes habernos enseñado algunas cosas sobre la vida y la pérdida (que no tienen por qué ser dos conceptos separados).

Llegados a este punto, hablemos de las tortugas carey que son comidas por los jaguares. Son tortugas marinas que se encuentran en el océano atlántico y en la región indo-pacífica, cuyo caparazón, que puede llegar a medir 90 cm de ancho, tiene una característica distintiva: que está compuesto de varias capas, cinco capas centrales y cuatro pares a cada lado. Esta estructura le da al borde de su caparazón una apariencia aserrada, como un cuchillo dentado. Esto es importante porque la novela de Marta Quintín está cargada de simbolismo. No es casualidad que Marilia sea tan hermética durante todo su periplo, ni que en su tobillo siempre lleve guardado un cuchillito de empuñadura carey. Tampoco son casualidad los hombres libres y feroces, como jaguares. Nacer en La Fortuna, en una casita de tablas color limón, y ser de todo menos afortunado. O conocer a un demonio en el muelle, sin aparente propósito, como una barca sin pescador (o como el demonio de La barca sin pescador de Alejandro Casona), pero colocado ahí a propósito. Todo está cargado de una fuerte simbología que nos reta a descubrir de qué se está realmente hablando en esta historia

El juego de metáforas de Marta Quintín, ya que hemos tocado el tema, es como el oleaje: va y viene. Haciendo un uso adecuado de la analepsis, va tejiendo los hilos de personajes que parecen salpicados por el azar: Marilia, por supuesto, pero también Jasón, la tía Granada, Tip Top, Cleo, el Demonio del muelle e incluso Bernardo Zúñiga. Al final, todas las piezas que encajan y las que no encajan, pero al menos han completado una parte esencial de la historia, te dejan pasar entre las metáforas para descubrir algo más grande a ellas mismas: Que en la vida somos tortugas, somos jaguares y somos demonios de los mares.

Me parece una obra exquisita, muy plácida, y muy bien construida. Es como un cuento con moraleja, con lirismo y con decisión, que habla de vivir y perder, de tortugas y de jaguares, en una localización exótica y salvaje: Costa Rica.