miércoles, 1 de agosto de 2012

Bestiario de Piar I: la efusivo-hipócrita

Empieza agosto e inicio una serie veraniega para dinamizar el blog y el estío (y que no se transforme en hastío). Voy a diseccionar, catalogar e inventariar el fascinante mundo de lo que a partir de ahora llamaré las piar. Procedo a explicar la palabreja: es la transcripción de la pronunciación en inglés de las siglas PR, las cuales responden al término Public Relations (es decir, relaciones públicas, de empresas, instituciones, museos, artistas y todo ente que aspire a tener existencia en la Gran Manzana). Las piar, como se las conoce coloquialmente en Nueva York, son las contrapartes impepinables del periodista medio. La puerta de acceso a la noticia, el filtro sine qua non el asunto informativo no prospera. Por eso hay que estar a buenas con ellas. Sin que hacerlo implique bajar la guardia y que se te suban a las barbas. Se trata, por tanto, de un alambicado equilibrio de amor-odio, de recelo y dependencia... como todas las buenas relaciones, vamos, y, como tales, cada una es un mundo. Haber piar las hay, como las meigas, en todos los rincones del planeta. Pero, al igual que en el resto de ámbitos de la vida, en Nueva York el bestiario de especímenes se amplía, de ahí que me sienta en la obligación moral de acometer la tarea de clasificación desde aquí, convencida de que será de más utilidad y más orientativa. Porque las piar vienen sin manual de instrucciones, pero es más fácil manejar a tu enemigo si lo conoces.

Inicio la serie con una de mis preferidas: la efusivo-hipócrita.
La ventaja de la piar efusivo-hipócrita radica en que es altamente reconocible. Se identifica en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de esa mujer anglosajona en la treintena que emitirá un gritito de júbilo cuando te vea aparecer por la puerta y que comenzará a correr hacia ti sobre unos tacones largos como un día sin pan, con el mismo ímpetu y candor que Heidi pradera abajo. "¿Viene hacia aquí? ¿En serio se dirige hacia aquí? ¿Es por mí? Oh, my God, parece que sí", te dices para tus adentros, con nerviosismo y angustia crecientes, mientras la ves aproximarse al galope, rezando para que calcule bien sus pasos y se detenga antes de que su tacón de Manolo Blahnik se incruste en tu dedo gordo del pie y te lo triture. Un tacón que ha costado más de 1.000 dólares tiene que ser destructor de necesidad.
Pero la piar suele detenerse a tiempo, justo antes de dejarse caer en tus brazos, aclararte que es Audrey (siemrpe tienen un nombre así) y que está encantada de verte. Para agregar a continuación: "Por cierto, y tú eres...". Te identificas. "¡Oh, claro, Marta, por supuesto, ¡cómo no! Aquí te adoramos, Marta, ¿lo sabes, verdad?". Le respondes que obviamente, que sabes de buena tinta que eres adorable, y que huelga decir que tú también la adoras a ella. A partir de ese punto, Audrey asiente a todo lo que le cuentas, abriendo desmesuradamente los ojos y cabeceando con energía en señal de comprensión, intercalando palabras como "sure", "absolutely" o "nice". Aparte de desplegar este encomiable ejercicio de empatía, intenta resolverte la papeleta como mejor puede. Lo logre o no, te despide agitando la mano como si partieras en una travesía trasatlántica, con una sonrisa estirada hasta las orejas y diciendo "cenquiuuuuu", con la voz más aguda de la escala tonal. Te marchas del sitio pensando que qué encanto la tía ésta, pero unos minutos más tarde, una vez disipada la emoción del encuentro, te asalta la duda de si Audrey no habría preferido estar tostándose en la playa en lugar de haciéndote la pelota. Y te quedas con la horrible sensación de que Audrey, durante todo ese rato, ha estado, en realidad, cagándose en tus muertos.


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