martes, 27 de marzo de 2012

2ª Entrega del viaje al oeste: Los Ángeles oro parece...

Érase una vez una tierra feliz llamada Los Ángeles. En ella lucía siempre el sol, sus habitantes vivían con sosiego y en manga corta, hacían footing con perritos que resultaban más pequeños que algunas ratas del metro de Nueva York, y el contorno pectoral de sus princesas era de una 150 gracias a la cirugía plástica. Sus bien dotadas maniquís son fiel reflejo de ello. Y los caballeros, con estos taparrabos tan elegantes, no se dejan amilanar.



A este paraíso terrenal del porno y del desenfado llegó la neoyorquina de adopción que suscribe, cargando con un abrigo negro que estaba tan fuera de lugar como su estrés oriundo de la Gran Manzana. Lo hizo dispuesta a constatar si era cierta la letra de una canción que reza "márchate de Nueva York antes de que te endurezca, márchate de Los Ángeles antes de que te ablande". La canción no mentía. El viaje de la costa este a la oeste vale por un traslado a las antípodas.

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Para empezar, el metro ni siquiera se mete bajo tierra, seguramente porque lo juzga demasiado deprimente, y porque hacerlo tiene unas connotaciones que pueden relacionarse en exceso con aquella monserga de que todos nos vamos a morir algún día. Y, ¿quién quiere pensar en la muerte teniendo la playa de Malibú al lado? Además, desplazarse bajo el asfalto implicaría desperdiciar algunos rayitos de sol. Y eso en la tierra del dios Ra constituye todo un pecado.Pero no acaban aquí las bondades del amplio e impoluto metro angelino. El subterráneo de casi todas las ciudades del planisferio suele tener una línea roja, una amarilla, otra verde, alguna azul. Como las fichas del parchís, vamos. Pero eso es para urbes corrientes y molientes. ¿Quién quiere esos colores vulgares si en Los Ángeles puedes viajar en la línea púrpura o en la de plata? Cierto es que hay una que sólo parece amarilla. Pero no os llevéis a engaño. En realidad es de oro. Aunque sea del que cagó el moro.


Los Ángeles puede frustrar al turista más avezado. Por mucho que escudriñes en el mapa qué visitar, cámara en ristre, no lo encontrarás. Y entonces, como no podía ser menos, acabarás en Hollywood. Y allí descubres que, efectivamente, en el cine nada es lo que parece. El Paseo de la Fama sólo es una avenida decadente con estrellas en el suelo. Con overbooking de estrellas, más concretamente. Ahora le dan una baldosa hasta al apuntador. O al que vende las palomitas. Parece que les sobraban en stock y que las tienen de oferta. Y qué queréis que os diga. Eso mata bastante el glamour.







Eso sí, tus suelas pueden tropezarse con estrellas tan curiosas como ésta de Charles Champlin. Sí, con "m". Cuando eso ocurre, te regocijas pensando que has encontrado una baldosa con una errata, y te dices para tus adentros: "Ay, esto es lo que les hacen en este país a los bolcheviques, por muy Charlotte que seas". Pero luego indagas un poco más y descubres que Charles Champlin no es el tipo de jugarreta que se gastaba a mala baba a los actores que figuraban en la lista negra de McCarthy, sino que en verdad existió un crítico de cine al que bautizaron así. Con todas las letras. Y te quedas más sabio y tan satisfecho, con la idea de que el Paseo de la Fama es como una enciclopedia Espasa al aire libre.





¿Y el teatro Kodak (por llamarlo de alguna forma y que nos entendamos todos, que ya ni nombre le han dejado al pobrecillo)? Pues el icono alfombrado de colorado por el que las estrellas pasean palmito en realidad es un centro comercial. Crash. ¿Qué ha sido eso? El ruido del mito al caerse.


Sin embargo, al lado del teatro chino (más feo que pegarle a un padre con un calcetín sudado) hay un área que compensa al desalentado turista. En su suelo, los más punteros del celuloide de los últimos cincuenta años han ido imprimiendo sobre el cemento fresco su firma, la huella de sus manos y sus pies, y una dedicatoria a un tal Sid, que luego descubres que fue el fulano que fundó el teatro, motivo por el que todos le querían tanto. Bueno, todos menos Humphrey Bogart, que para algo fue siempre un tipo duro.
















Yo allí comprobé que no tengo ma
nitas de niña, como dice mi madre. Yo lo que tengo son las manos de Gilda, con el guante una vez quitado.



Y todavía hay una compensación más. El cartel. Un cartel cutre si se mira objetivamente. Pero es el que hemos visto en la gran pantalla, alimentando nuestros sueños, desde que empezamos a sentarnos en butacas, en la oscuridad de una sala. Así que para qué negarlo. Fotografiarse con él hace mucha ilusión. Y la subidita al monte, salpimentado con casas de angelinos pudientes, merece la pena.















Como también la merece un paseo por la playa de Santa Mónica. Hablando pronto y bien: el atardecer en el Pacífico, broche de buen oro, y no de deposición de moro.



PD: se me olvidaba acabar esta entrada con propiedad: The End.

1 comentario:

  1. Vaya con el Kodak ... ah, y... ¿lo que no cuadra de Charles Champlin es la 'm', no?. Por cierto, buena idea lo de poner enlaces y muy chachis las fotos!

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