jueves, 11 de julio de 2013

Siempre Fosca

Hay indicios palpables de que el mundo tiene importantes fallos de diseño. En general, el engranaje funciona, pero hay taras de fabricación que demuestran que no está todo lo bien concebido que cabría esperar. Uno de esos fallos es que los perros no puedan vivir más allá de los quince, dieciséis años... Ahí tienes a las tortugas de tierra: nadie les coge aprecio, pero se hacen octogenarias, y, en cambio, por tiranías impepinables de la biología, "el mejor amigo del hombre" no puede acompañar a ese hombre ni durante dos décadas de su vida... Un sinsentido. Pero bueno, supongo que de eso va este chiste que tiene maldita la gracia y que, para mi gusto, nos cuentan demasiadas veces: alguien entra en tu vida, le quieres, y luego le pierdes. Y ya está. Te aguantas.  

Yo tengo la suerte de haber tenido a Fosca quince años y medio... ¡ahí es nada! Dos tercios de mi vida con ella. Fue un regalo de primera comunión. Y qué raro resulta pensar en ella en esos términos, como si fuera equiparable a un misal, a una medallita o a cualquiera de esos obsequios inservibles y horteras que nadie usa. Porque, a fin de cuentas, era un miembro más de la familia. Sé que Teresa Quintín no se enfadará si digo que no éramos ella y yo: éramos tres. Ya sé que a estas alturas los que no hayáis tenido perro estaréis enarcando la ceja escéptica de rigor, pensando que ya está la chalada de turno gimoteando por un chucho y comparándolo con una persona. 

Pero bueno, al final, la conclusión que sacas tras quince años de convivencia con un cánido es que lo de la especie sólo es un accidente. Desde luego, no es un impedimento para que alguien te caiga rematadamente bien. Porque ya no es que Fosca fuera alguien de la familia (dado que el que alguien sea tu pariente no le exime de caerte mal). Es que, pequeña, me caías muy bien. 

En primer lugar, porque eras asustadiza y desconfiada. Jamás fuiste de esos perros gratuitamente pródigos, que le dan un lametón al primero que se les cruza. Quizás esa actitud indiscriminada resulte adorable, pero es bastante estúpida y te puede acarrear más de un disgusto. Tú, en cambio, eras huraña, y pensabas que todo el mundo estaba bajo sospecha hasta que te demostraran lo contrario. Bien hecho. Eso sí, cuando alguien lograba vencer esos recelos, cierto es que te pasabas a las antípodas y te convertías, perdona que te lo diga, en un moco. Papá lo sabe bien. Sin duda, a él le venerabas. Pero no creas que estoy celosa. Porque sé que lo que tuvimos tú y yo fue especial. Porque fui la primera que te ganó para la causa. 

Cuando llegaste a casa, cargada de reticencias, arisca con el género humano en general, decidiste castigarnos a todos con tu desprecio, y convertiste la terraza en tu bastión. Allí te atrincheraste, en el hueco que quedaba entre la reja y el armario, y que no te sacara ni dios. No querías saber nada de nosotros y nuestras excentricidades. Cuando te llamábamos, no atendías. Como quien oye llover. Y esos primeros días, hubo que sacarte a la calle en brazos, aunque, por aquel entonces ya pesaras tus buenos doce kilos. Y yo, que casi todo en esta vida lo acabo solucionando con literatura porque soy un animal de costumbres escaso de recursos y no se me ocurre otra cosa, decidí congraciarme contigo leyéndote. Salía a la terraza con un libro, me sentaba a tu lado y te leía en voz alta, mientras te acariciaba el lomo. Me acuerdo perfectamente de cuál era. Pertenecía a la colección naranja del Barco de Vapor. Se titulaba "Mi hermana la pantera". Me pareció lo más apropiado. No en vano, se suponía que ibas a ser mi hermana, y eras negra como una pantera. Aunque, con tu tupida lana, que doblaba las púas de las maquinillas de afeitar, y con tu docilidad, más parecías una oveja. Una oveja negra (lo siento, la coña siempre estuvo a huevo). La cosa es que, al principio, cuando empecé a perorar como un papagayo en aquel idioma ininteligible, me miraste como si estuviera desequilibrada. Pero reconoce que te pudo la curiosidad. Reconoce que te gustó y que empecé a parecerte interesante. ¡Admite que te encariñaste conmigo! Porque, un buen día, por hacer la prueba, me levanté y te llamé. "¡Fosca!". 
Y ¡sí! te levantaste, y viniste conmigo. A partir de ahí, pasaste a ser una más del clan. Y tu estancia en él ha dado de sí. La de tardes que hemos estudiado juntas. Toda la ESO y el Bachiller los pasaste echada a mis pies, y la verdad es que no nos fue tan mal, ¿eh? Y qué tranquilizador era sentir el peso familiar de tu cabeza cuando la apoyabas sobre mis rodillas, cuando viajábamos en coche. 

También discutíamos. Claro. ¿Cómo no? Se discute en todas las relaciones que merecen la pena. Porque eras una maniática. Y porque por la calle intentabas descoyuntarme los hombros dando tirones con la correa, y acababa peleando contigo a brazo partido. Y porque me hacías rabiar en el parque, quedándote rezagada cuando yo llevaba prisa, y te decía como a los niños: "Bueno, Fosca, yo me voy, tú haz lo que te dé la gana". Y me escondía detrás de un árbol mientras tú seguías olisqueando parsimoniosamente alguna mierda, sólo por molestar. Con esta añagaza pretendía que, de pronto, al levantar la cabeza y no verme, te asustaras, pensando que había hablado en serio y que te había dejado abandonada, perdida a tu suerte. Siempre tuve la esperanza de que con este método cruel y poco pedagógico escarmentaras. Nada. No escarmentaste.

Pero la pelotera más grande que tuvimos fue cuando me marché a Pamplona. Pensé que el reencuentro (sólo dos semanas después de la "despedida") sería una efusión de alegría descastada por tu parte. Si ya lo era cuando subía a casa con el pan tras una ausencia de diez minutos, ¿cómo no iba a serlo en esas circunstancias? Pues mira tú por dónde: me diste una lección. De que los perros no sois tan previsibles como decía Pavlov. De que no respondéis a estímulos con la simplicidad mecánica que se os presupone. Cuál no fue mi sorpresa cuando, en vez del complaciente y halagador recibimiento, me encontré con que estabas ofendida conmigo. Porque te hubiera dejado. Y te cuidaste muy mucho de dejar constancia de ello y de hacérmelo saber. Me diste la espalda. Yo no daba crédito. Y tuve que hacer méritos para que volvieras a tenerme en estima. Pero también es verdad que no eras rencorosa en absoluto, así que enseguida hicimos las paces.

Lo que no guardaba ninguna sorpresa era el ritual de la piña. Es lo que tienen los rituales: siempre se repiten, y por eso son tan reconfortantes. Puedes confiar en que podrás vivirlos una y otra vez y que serán iguales. Y a las dos nos encantaba el ritual de la piña. Íbamos al rompeolas de Jaca, probablemente uno de mis sitios favoritos del mundo (y estoy convencida de que tú también sentías predilección por él), e ibas a por una de las piñas que alfombran la hierba, y me la traías y yo te la lanzaba. Diligentemente corrías a por ella, entusiasta, como si te fuera la vida en ello, pero nunca acertabas con la piña. La oías caer, a unos centímetros de ti, pero jamás la veías. Te quedabas un momento inmóvil, con el cuerpo en tensión, los sentidos aguzados y, acto seguido, buscabas otra piña próxima y me la traías ufana, como si se tratara de la que yo te había tirado (sí, querida, lamento decirte que nunca lograste dármela con queso... ¿que por qué no te decía que sabía que estabas intentando engañarme? Sentido del tacto y delicadeza. No quería quitarte la ilusión). La verdad es que no eras uno de esos perros de los que se dice que son listos como rayos... Pues no, para qué nos vamos a engañar. Eras tontorrona. No voy a escribir un ditirambo falso sólo porque te hayas muerto. Las cosas como son. Como eran. 
Pero, a falta de astucia, qué cariñosa fuiste... Como cuando venías a despertarme a la cama los fines de semana, dándole empentones a la almohada y, a mí, un paroxismo de besos. Y, si alguna vez me viste llorar, también. Qué sensibilidad tenías para consolar, pequeña. Qué lástima que hoy no puedas lamerme las lágrimas. Al final, los perros sabéis dar más cariño que la mayoría de las personas. Y lo lográis de una manera inaudita: sin decir una palabra. Sí que tiene mérito eso, ¿eh?

Si algo lamento es no haber estado allí para despedirme de ti. Aunque tal vez es mejor así. Quizás no habría sabido guardar la compostura cuando se te llevaron a ponerte la inyección. Y la prioridad era que no sufrieras. Ni un minuto de sufrimiento. Un ser inocente como tú no se lo merece. 

En fin, ovejita, poco más me queda por decirte. Quince años de la vida que compartimos no son fáciles de resumir. Que tengas buen viaje, mi Fosca, (sé que te has ido al mar, por esos ríos de los que tanto te gustaba sacar piedras. A dónde va a ir si no un perro de aguas). Yo, si te parece bien, te leeré alguna vez un fragmento de "Mi hermana la pantera". Aunque nunca me lo dijiste, tengo la ligera sospecha de que, en el fondo, siempre te encantó.

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