martes, 9 de abril de 2013

Un momento en Jaca con José Luis Sampedro

Menuda racha. Otro que se nos va. En este caso, una de esas figuras monumentales y poliédricas que se han guarecido bajo la vitola de "humanistas", esas rara avis acuñadas por el Renacimiento que se prodigan con cuentagotas a lo largo de la historia. Es tan difícil de encontrar alguien que descuelle en ámbitos diversos y aun dispares. Por eso, cuando se marchan, es como si se marchara una multitud. Con José Luis Sampedro se va el economista que abominó de las políticas neoliberales, el académico, el abuelo del 15-M que nos instó a reaccionar (y cómo conmueven -y mueven- esos nonagenarios indignados, dado que la vejez, por definición, es egoísta, demasiado ensimismada en acallar las rebeliones de la próstata y de las propias caderas como para preocuparse de altruismos y de arreglar un mundo en el que ellos, los ancianos, ya están empleando el tiempo de descuento... y los que vengan detrás, que arreen). Dada la coyuntura actual (que siempre es la que manda) la faceta que más se está destacando de Sampedro en este día de obituarios es precisamente esta última. 
Pero yo siempre lo asociaré con la literatura. Es el autor de "La vieja sirena". El libro que me firmó una tarde de verano hará ya unos siete años. Fue en Jaca, donde Sampedro pasaba puntualmente sus agostos desde que asistió a la Feria del Libro que ese mes se organiza en la ciudad oscense. Le cogió gusto, y convirtió a Jaca en un lugar de retiro estival al que acudía fielmente, año tras año. Yo lo veía todas las tardes, sentado en un banco del parque, a veces acompañado por su mujer, Olga Lucas. A veces, solo. Ardía en deseos de que me firmara "La vieja sirena", en cuya lectura me hallaba enfrascada por aquel entonces. Pero, desde esos mis 16 años, que se avergüenzan de todo, no me atrevía a acercarme para importunarle. Hasta que, un buen día, diciéndome a mí misma que lo que ganaba compensaba el momento de apuro, me decidí. Hice de tripas corazón y, con el libro debajo del brazo, me planté delante de él y le pedí que me lo firmara con todo el aplomo de que fui capaz. Algo de cómico debía de tener esa versión mía de 16 años demandando la dedicatoria, porque Sampedro puso: "Para Marta, por su simpática aproximación en esta dulce tarde". 
Hoy me alegro enormemente de haberme sobrepuesto a mis vergüenzas adolescentes. Porque, cuando alguien es tan completo como José Luis Sampedro, a su muerte cabe preguntarse: "De todo lo que hizo, ¿con qué te quedas?". Yo puedo decir que, de él, me quedan ese momento, y esas letras.

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