lunes, 8 de abril de 2013

La enseñanza de Sarita Montiel

Tras conocer la noticia del fallecimiento de Sarita Montiel, no puedo evitar acordarme de una historia que la actriz contó en el Instituto Cervantes de Nueva York y que tuve el privilegio de escuchar no hace todavía ni un año. La recuerdo nítidamente, porque es una historia preciosa, y porque me hizo darle más de una vuelta a la cabeza (sí, ya veis: Sara Montiel, a quien durante los últimos años de su vida trataron de vendernos como una especie de esperpento de barraca, era capaz de suscitar reflexiones cuando hablaba).
Las palabras de Sara me hicieron pensar que el destino es un guasón incorregible, que se toma su tiempo para actuar, parsimonioso, y capaz de desplegar unas ironías ante las que no sabes si darle un bofetón o un beso en los morros. Me hizo pensar en la diferencia que puede marcar el perseverar, el empeñarse en dar esquinazo al desaliento. Me hizo pensar en que los que son realmente grandes no tienen mayor problema en arrodillarse ante quienes consideran más grandes que ellos. Me hizo pensar en las satisfacciones íntimas (esas que sólo nos interpelan a nosotros mismos y en voz bajita) que nos aguardan diseminadas por el camino cuando obramos de buena fe e incluso ¿por qué no? cuando ponemos la otra mejilla. Me hizo pensar, en definitiva, en lo importante que es, no sólo querer las cosas, sino saber quererlas bien, ya que, entonces, probablemente, la vida se sienta rumbosa y nos las dé. En fin, me callo ya, y os cuento la historia.
Para contarla desde el principio tenemos que remontarnos a 1945, cuando una Sarita Montiel de 17 años se enteró de que la artista mexicana María Félix, a la que admiraba profundamente, iba a acudir a España para rodar una película con guión de Miguel Mihura. Sarita le rogó al dramaturgo (que fue su primer amor) que la presentase a la diva, y Mihura accedió a llevarla consigo a una cena donde María Félix estaría presente. Una vez allí, la mexicana arrugó la nariz y se negó a compartir mesa con una atónita y consternada Sarita, que se quedó sin la foto que había ido a buscar como la más acérrima de las fans.
Años después, cuando ya se había trasladado a México, Sarita, impenitente, decidió personarse en el set donde la Doña estaba rodando. Se coló, sigilosa, y se dedicó a observar a su ídolo desde una esquina del plató. Pero el recelo de María Félix ante aquella incipiente rival le aguzó la vista, porque reparó en Sarita y exigió que la echasen del set. Según palabras de Sarita, se fue llorando “como una magdalena”.
A imitación de San Pedro, María Félix negó a Sarita tres veces. El último desaire vino a la muerte de Jorge Negrete, esposo de la mexicana, quien no dudó en infligirlo en un cementerio a rebosar de paparazzis. De allí, también expulsó a Sarita.
“Pero la vida es tremenda, y cuanto más me despreciaba ella, yo más la defendía como artista…”, reconoció Sarita, a quien el destino aún brindaría otra oportunidad de cruzarse con doña María.
Corría ya el año 1998, y María Félix fue a Madrid para que le rindieran un homenaje. Con un tesón realmente leonino, Sarita acudió al teatro donde se iba a celebrar el acto, se apoderó de unas flores que había en un jarrón del vestíbulo y allí se apostó a esperar al objeto de su veneración, convencida de que, de esa emboscada, no se podría escabullir.
Y, en efecto. En esta ocasión, una María Félix ya anciana que andaba con dificultad no pudo escaparse de la tenacidad de Sarita, y acabó entrando al escenario apoyada en su brazo. Allí, un numeroso público la ovacionó, y María Félix dijo: “Quiero compartir este aplauso con mi amiga Sara Montiel”. Acto seguido, le pidió que le cantara “La Violetera”. Y Sarita se la cantó.
Luego, se marcharon juntas a un restaurante que Sarita mandó que abrieran expresamente para ellas dos y en él degustaron una paella. Aquel día, María Félix cumplía 84 años y, para celebrarlo, sólo tenía a Sara. Más tarde, ésta la llevó a su hotel, al día siguiente acudió para ayudarla a vestirse y la condujo hasta el avión en el que tenía que regresar a París. Al despedirse, María Félix le dijo a Sarita: “Sólo te deseo que no entierres a un hijo. Muérete tú primero”.
Como no podía ser de otra forma tratándose de un consejo de su idolatrada María Félix, Sarita, que en tantas ocasiones la desafió con su inquebrantable afecto, le ha hecho caso. Al menos, por una vez. Descanse en paz.

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