Tras conocer la noticia del fallecimiento de Sarita Montiel, no puedo
evitar acordarme de una historia que la actriz contó en el Instituto
Cervantes de Nueva York y que tuve el privilegio de escuchar no hace
todavía ni un año. La recuerdo nítidamente, porque es una historia
preciosa, y porque me hizo darle más de una vuelta a la cabeza (sí, ya
veis: Sara Montiel, a quien durante los últimos años de su vida trataron
de vendernos como una especie de esperpento de barraca, era capaz de
suscitar reflexiones cuando hablaba).
Las palabras de Sara me hicieron pensar que el destino es un guasón
incorregible, que se toma su tiempo para actuar, parsimonioso, y capaz
de desplegar unas ironías ante las que no sabes si darle un bofetón o un
beso en los morros. Me hizo pensar en la diferencia que puede marcar el
perseverar, el empeñarse en dar esquinazo al desaliento. Me hizo pensar
en que los que son realmente grandes no tienen mayor problema en
arrodillarse ante quienes consideran más grandes que ellos. Me hizo
pensar en las satisfacciones íntimas (esas que sólo nos interpelan a
nosotros mismos y en voz bajita) que nos aguardan diseminadas por el
camino cuando obramos de buena fe e incluso ¿por qué no? cuando ponemos
la otra mejilla. Me hizo pensar, en definitiva, en lo importante que es,
no sólo querer las cosas, sino saber quererlas bien, ya que, entonces,
probablemente, la vida se sienta rumbosa y nos las dé. En fin, me callo
ya, y os cuento la historia.
Para contarla desde el principio tenemos que remontarnos a 1945,
cuando una Sarita Montiel de 17 años se enteró de que la artista
mexicana María Félix, a la que admiraba profundamente, iba a acudir a
España para rodar una película con guión de Miguel Mihura. Sarita le
rogó al dramaturgo (que fue su primer amor) que la presentase a la diva,
y Mihura accedió a llevarla consigo a una cena donde María Félix
estaría presente. Una vez allí, la mexicana arrugó la nariz y se negó a
compartir mesa con una atónita y consternada Sarita, que se quedó sin la
foto que había ido a buscar como la más acérrima de las fans.
Años después, cuando ya se había trasladado a México, Sarita,
impenitente, decidió personarse en el set donde la Doña estaba rodando.
Se coló, sigilosa, y se dedicó a observar a su ídolo desde una esquina
del plató. Pero el recelo de María Félix ante aquella incipiente rival
le aguzó la vista, porque reparó en Sarita y exigió que la echasen del
set. Según palabras de Sarita, se fue llorando “como una magdalena”.
A imitación de San Pedro, María Félix negó a Sarita tres veces. El
último desaire vino a la muerte de Jorge Negrete, esposo de la mexicana,
quien no dudó en infligirlo en un cementerio a rebosar de paparazzis.
De allí, también expulsó a Sarita.
“Pero la vida es tremenda, y cuanto más me despreciaba ella, yo más
la defendía como artista…”, reconoció Sarita, a quien el destino aún
brindaría otra oportunidad de cruzarse con doña María.
Corría ya el año 1998, y María Félix fue a Madrid para que le
rindieran un homenaje. Con un tesón realmente leonino, Sarita acudió al
teatro donde se iba a celebrar el acto, se apoderó de unas flores que
había en un jarrón del vestíbulo y allí se apostó a esperar al objeto de
su veneración, convencida de que, de esa emboscada, no se podría
escabullir.
Y, en efecto. En esta ocasión, una María Félix ya anciana que andaba
con dificultad no pudo escaparse de la tenacidad de Sarita, y acabó
entrando al escenario apoyada en su brazo. Allí, un numeroso público la
ovacionó, y María Félix dijo: “Quiero compartir este aplauso con mi
amiga Sara Montiel”. Acto seguido, le pidió que le cantara “La
Violetera”. Y Sarita se la cantó.
Luego, se marcharon juntas a un restaurante que Sarita mandó que
abrieran expresamente para ellas dos y en él degustaron una paella.
Aquel día, María Félix cumplía 84 años y, para celebrarlo, sólo tenía a
Sara. Más tarde, ésta la llevó a su hotel, al día siguiente acudió para
ayudarla a vestirse y la condujo hasta el avión en el que tenía que
regresar a París. Al despedirse, María Félix le dijo a Sarita: “Sólo te
deseo que no entierres a un hijo. Muérete tú primero”.
Como no podía ser de otra forma tratándose de un consejo de su
idolatrada María Félix, Sarita, que en tantas ocasiones la desafió con
su inquebrantable afecto, le ha hecho caso. Al menos, por una vez. Descanse en paz.
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