miércoles, 2 de mayo de 2012

Cuento neoyorquino del grito sin porqué

Cuando le pintaron aquel círculo en medio de su cabeza de bombilla, se percató de que estaba condenado a gritar por los siglos de los siglos. Su padre creador se separó un poco, para poder contemplarlo a su sabor y con perspectiva. Se rascó la oreja con los pinceles y, acto seguido, esbozó una sonrisa pícara. Parecía satisfecho con la bocota que le había plantificado en mitad de la cara. Así que dio por concluido el cuadro. Él también estaba conforme, pero, de pronto, cayó en la cuenta de que no sabía por qué gritaba. "¡Oye!", quiso decirle a su padre creador, que ya se alejaba, para que volviera y le explicara a qué venía tanto chillido. Pero, como le habían dibujado la boca con aquella "o" inmovilizadora que ya se estaba secando, no pudo articular palabra. De modo que se quedó con la intriga. 

Enseguida acudieron en su ayuda generaciones y generaciones de historiadores, críticos, profesores de arte de universidades e institutos, e incluso simples espectadores de museo, más o menos inspirados. Dieron por sentada la teoría de que sus perpetuos gritos eran una forma brillante y gráfica de expresar la angustia del hombre moderno. La repitieron hasta la saciedad, y la publicaron en libros y revistas especializadas. Sin embargo, a él no le convencía. Si sintiera angustia de hombre contemporáneo, se echaría a llorar. O se iría a rumiar su desgracia a un rincón. Pero en silencio. 

Tal era su desesperación por no saber, que llegó a autoconvencerse de que gritaba de terror, por las dos veces que le secuestraron. Pero tampoco, ya que, en el fondo, la experiencia le había divertido. Las vitrinas del museo eran aburridas de necesidad. Y ser la obra de arte más robada de la historia no dejaba de ser un honor. De modo que, si hubiese gritado por eso, habría sido un grito de lo más fingido, y eso sí que no. 
Pero siguió gritando, desde paraguas, tazas, imanes, posavasos y demás souvenirs de pinacoteca, que reproducían sus alaridos, recordándole que no tenían sentido.

Sin embargo, llegó un día en que, al fin, le fue concedido el alivio de disipar sus dudas. La respuesta se había hecho esperar 117 años, pero la obtuvo. Nunca olvidará aquella noche, en la sede de la casa de subastas Sotheby's de Nueva York. Allí es donde se enteró de que Edvard Munch lo había pintado gritando porque sabía que se convertiría en la pintura más cara de la historia del arte, y quería que reaccionara como Dios manda en semejante ocasión. Si tenía que gritar, que gritara de emoción.

Le entraron unas tentaciones locas de decirle al Picasso al que había quitado el primer puesto en el podio de la cotización: "Chincha, rabiña, ¡valgo 13,4 millones de dólares más que tú!". Pero como debajo de los agujeros de la nariz seguía teniendo una "o" mayúscula, se quedó con las ganas. Y con su eterno grito atorado en la boca.

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