miércoles, 30 de mayo de 2012

Cuento neoyorquino de R.I.P. at the stairs

Salió tarde de trabajar, y el ascensor la desairó como un amante impuntual. Lo esperó durante once largos minutos. Tantos como pisos la separaban del suelo. La impaciencia pudo con ella y se fue con las escaleras. Un invento caído en desuso y pasado de moda que, poco a poco, había ido olvidando. Un territorio inhóspito en una ciudad como Nueva York, en la que la altura de los edificios hace de los ascensores la única forma de desplazamiento en vertical con unas mínimas garantías de eficacia. Ver tanto escalón junto le abrumó, pero continuó bajando. Interminablemente. Al fin, llegó a la primera planta. Al fondo, se perfilaba una puerta que daba a la calle. La empujó. No abría. Lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas. Una, dos, hasta cuatro veces. La testaruda seguía en sus trece. Volvió sobre sus pasos, para desandar el camino de peldaños (y bien fastidioso que era). La puerta que había dejado a su espalda se había cerrado. Herméticamente. Por aquel lado no tenía picaporte ni nada que se le pareciera. Entonces se acordó de la enorme cigarra que había encontrado espatarrada en un descansillo. Tiesa cuan larga era. Y comenzó a hallar una explicación satisfactoria a la ristra de omoplatos, fémures y metacarpos que había diseminados por los escalones. No es que bajo aquel edificio entre la Quinta y la Sexta Avenida hubiera un cementerio indio de los que abundan en las poblaciones americanas. Y debía haber recordado que éstas tampoco tienen una historia con la suficiente solera como para poder presumir de arqueología suburbana. En ese momento fue cuando le entró una risa nerviosa. Supo que iba a morir allí sin remedio. En una ciudad en la que ya nadie usaba las escaleras, los inconscientes que se internaban en ellas no podían ser sino carne de cañón.

Basado en hechos reales, aunque con final feliz. ¿Por qué seré propensa a verme involucrada en estas aventurillas animadas de ayer y hoy? Supongo que para no aburrirme.

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