Y va una foto y se hace viral. El virus que contiene pertenece a la cepa
más pura del horror. Y todos en la mesa se revuelven en sus sillas, y
carraspean nerviosos y luego rompen a hablar. Porque ante el virus del
horror hay que decir algo. Escanciar un diagnóstico, recetar un
cataplasma aunque no haya penicilina que valga, aventurar una compasión,
chirriar los dientes o mentarle la madre a la humanidad. Pero algo hay
que decir. Y la fuerza de todos hablando a la vez acerca del horror en
torno a la mesa te impele a que digas algo tú también. Para algo te
invitaron a sentarte con todos los demás. Debe parecer que te enteras
del tema de conversación, que no eres ajeno al mundo que gira alrededor
de ti. Es de buen ciudadano reaccionar, hacer patente una postura.
Comprometerse. Mojarse por los que se ahogaron. Toma ya con el agravio
comparativo.
Y, sin embargo, por una vez, para mí lo único pertinente es
el silencio. ¿Para qué llenarme la boca? ¿Con qué? Tengo la absoluta certeza de que cuanto diga será mierda.
Pura y simple mierda. Manida, superflua, inconveniente, un
sentimentalismo, mero perogrullo. Una soberana cagada. Qué menos que
dejar a los muertos tranquilos, sobre todo sabiendo que nada de cuanto
diga o haga va a ayudarles a ellos, ni a los que vendrán después. No me
engaño: no voy a mover un dedo que sirva para mejorar las cosas, para
evitar otras muertes. De intentarlo, lo único que podría hacer es
chapotear en un barrizal de palabras inanes. Qué autoridad tengo
siquiera para atreverme a pontificar en este caso, qué legitimidad para importunar a los muertos: a
ése que vino al mundo veinte años después que yo para luego
marcharse antes, que nació unos cuantos kilómetros más al este, unos
cuantos más al sur, cuestión de mala o buena suerte, y que podría haber
sido con el tiempo lo mismo un santo que un hijo de puta que habría
ahogado a otros niños, o, lo más probable, un simple hombre con sus
claroscuros, pero eso ya nunca lo sabremos porque no le ha quedado en
una playa más que el beneficio de la duda y el más que dudoso beneficio
de convertirse en símbolo, aunque debería estar prohibido convertirse en
símbolo de nada antes de los 18 años, porque ¿quién está preparado para
eso con tan poco vivido? y... ¿ves? He acabado rompiendo el pacto de
silencio que me parecía más justo.
Heme aquí, perdiendo la boca,
rebozándome torpe e impotentemente en la ciénaga de mis palabras de
mierda. Importunando el sueño de los muertos por los que nada puedo
hacer. La mayor injusticia es que ¡encima! ellos lo hicieron por mí.
Supongo que por eso acabé hablando. Porque, al menos, por un breve
momento, ellos vinieron y aventaron mi conciencia.
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