viernes, 4 de septiembre de 2015

El corazón de las tinieblas europeas

Y va una foto y se hace viral. El virus que contiene pertenece a la cepa más pura del horror. Y todos en la mesa se revuelven en sus sillas, y carraspean nerviosos y luego rompen a hablar. Porque ante el virus del horror hay que decir algo. Escanciar un diagnóstico, recetar un cataplasma aunque no haya penicilina que valga, aventurar una compasión, chirriar los dientes o mentarle la madre a la humanidad. Pero algo hay que decir. Y la fuerza de todos hablando a la vez acerca del horror en torno a la mesa te impele a que digas algo tú también. Para algo te invitaron a sentarte con todos los demás. Debe parecer que te enteras del tema de conversación, que no eres ajeno al mundo que gira alrededor de ti. Es de buen ciudadano reaccionar, hacer patente una postura. Comprometerse. Mojarse por los que se ahogaron. Toma ya con el agravio comparativo.

Y, sin embargo, por una vez, para mí lo único pertinente es el silencio. ¿Para qué llenarme la boca? ¿Con qué? Tengo la absoluta certeza de que cuanto diga será mierda. Pura y simple mierda. Manida, superflua, inconveniente, un sentimentalismo, mero perogrullo. Una soberana cagada. Qué menos que dejar a los muertos tranquilos, sobre todo sabiendo que nada de cuanto diga o haga va a ayudarles a ellos, ni a los que vendrán después. No me engaño: no voy a mover un dedo que sirva para mejorar las cosas, para evitar otras muertes. De intentarlo, lo único que podría hacer es chapotear en un barrizal de palabras inanes. Qué autoridad tengo siquiera para atreverme a pontificar en este caso, qué legitimidad para importunar a los muertos: a ése que vino al mundo veinte años después que yo para luego marcharse antes, que nació unos cuantos kilómetros más al este, unos cuantos más al sur, cuestión de mala o buena suerte, y que podría haber sido con el tiempo lo mismo un santo que un hijo de puta que habría ahogado a otros niños, o, lo más probable, un simple hombre con sus claroscuros, pero eso ya nunca lo sabremos porque no le ha quedado en una playa más que el beneficio de la duda y el más que dudoso beneficio de convertirse en símbolo, aunque debería estar prohibido convertirse en símbolo de nada antes de los 18 años, porque ¿quién está preparado para eso con tan poco vivido? y... ¿ves? He acabado rompiendo el pacto de silencio que me parecía más justo.

Heme aquí, perdiendo la boca, rebozándome torpe e impotentemente en la ciénaga de mis palabras de mierda. Importunando el sueño de los muertos por los que nada puedo hacer. La mayor injusticia es que ¡encima! ellos lo hicieron por mí. Supongo que por eso acabé hablando. Porque, al menos, por un breve momento, ellos vinieron y aventaron mi conciencia.

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