sábado, 19 de septiembre de 2015

El beso

Él era del sur. Ella, del norte. Ella tenía los ojos como la montaña y él, como el mar. Por eso se juntaron en una playa, donde se unían la tierra y el océano, y se pusieron a hablar del cielo. Ese cielo que atardecía. Mientras lo hacían, él apoyaba su barbilla en la espalda de ella. Una barbilla áspera de barba. Una barba muy quieta, muy sólida, muy barbada. Una barba que sólo hubiese tenido que volcarse para convertirse en beso. Pero no ocurría. Cuanto más sentía el roce, el peso, el tacto de la barba sobre su piel, ella más deseaba el beso. Pero sólo era una promesa que se abismaba en un suspenso sin firmar. Ese deseo era acuciante, físico: acercarse en una sofocante tarde de verano hasta el borde de una alberca, y querer zambullirse de lleno, y no hacerlo, porque en el último momento te ata de pies y manos la serpiente de la duda, con sus anillos de miedo. Y no hacerlo, sabiendo que, tal vez si se besaran, se les encendería en la boca la mecha de mil granadas. Pero no pasaba. El beso aún era barba. Las que se encendieron fueron las estrellas, en ese cielo del que hablaban. Y, acerca de ellas, ellos se decían que eran lo único de este mundo que se puede ver en el presente una vez que ya ha pasado. Lo único que aún es cuando ya no existe. Pero no. Lo único, no, ¿no te das cuenta? Así es también con los recuerdos. Las estrellas eran... son recuerdos a años luz. Esa noche el cielo estaba cuajado de estrellas. Esa noche el cielo se acordaba de muchas cosas. Y él le preguntó a ella después de dormir:
-¿Se acordará de nosotros besándonos?
Y la barba se convirtió en labios.

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