martes, 21 de julio de 2015

Homenaje a Vargas Llosa y González Iñárritu: La ciudad y los amores perros

Hay algo que no te perdono. Por lo que siempre te guardaré rencor. Y no es la traición. Ni las decepciones. Ni todas esas veces en las que me fallaste. Ni las horas de angustia en que me destrocé las uñas. Ni los celos. Ni ninguna de esas cosas horribles que en ocasiones les pasan a los que se quieren... A los que se quisieron.

No van por ahí los tiros de mis reproches. Lo que no te perdono es que me dejaras la ciudad marcada. Como si fuese una vaca. Jugada maestra la tuya. Jugada sucia.
Acababa de pisarla por primera vez, hace media hora como quien dice, con apenas una maleta y ganas de comérmela, y tan vacía de su esencia me viste, que te ofreciste a enseñármela, a llenarme de sus aceras y su cielo. De su amanecer y su noche. De su alquitrán y sus templos. Yo, ingenua y encantada, accedí, creyendo que era un servicio lo que me prestabas, sustituto de Lonely Planet, cuando, en realidad, lo que yo estaba haciendo sin saberlo era echarme la soga al cuello: doble lazada y nudo marinero. De este modo fue como te la apropiaste, a través de mis ojos sin estrenar. Barrio a barrio. Calle a calle. De callejón sin salida a callejón sin salida y sin escatimar. Diste nombre a lo que para mí ni siquiera existía, como un demiurgo. Y sin plano quemábamos suelas durante horas. Viajeros errantes. Colonos sin mesura. Vagabundos audaces. La vivíamos como si fuera nuestra. Conquista de nosotros.

Y ahora que la habito por mi cuenta es cuando cuenta me doy de que no hay rincón o plaza, monumento o antro de mala muerte, ante el que no diga "aquí es donde...", "este sitio me recuerda a la vez en que...", "cuando pasábamos por este parque, él siempre repetía...". Me la cartografiaste. Me regalaste el mapa y luego te fuiste. Me construiste una casa y me dejaste dentro, con la puerta de la entrada cerrada con llave. Y quedó una ciudad tatuada de recuerdos. Cada centímetro de su piel con tu tinta infiltrada, esporas de ti en su aire.

Y es a pesar de esta contaminación que no me marcho. No porque no me duela al respirarla cuando la recorro, sino por orgullo. Podrás quedártelo todo (los libros, las flores que había en las páginas pares, los muebles de Ikea sin desmontar, los discos rayados de tanto bailar, la regadera en que dejaste convertida mi cabeza, las llaves maestras, la luna creciente, tu imagen en todos los espejos, el perro, sus pulgas malas o buenas, el pelapatatas, la felicidad), pero no con el lugar al que yo también tenía derecho. La ciudad es tuya. Pero también es mía: aunque ya no sea nuestra. Las ciudades no deberían pertenecerle a nadie, sólo al mundo, por mucho que de ésta tú parezcas el dueño, ya que inconcebible es la idea de ella sin ti, algo que de mí misma ya no puedo decir. No es que sea tuya. Es que los dos sois la misma cosa. Tú en cada una de sus baldosas. Su anatomía, tu callejero.

Por eso amar al uno era amar a la otra, y a veces os confundía y cuando le declaraba mi amor a la ciudad creía estar todavía enamorada de ti. Pero un día ocurrió algo: a ti simplemente comencé a olvidarte y a ella la seguí queriendo.





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