jueves, 9 de julio de 2015

Final de máster




Bueno, gente, ya está aquí, ya ha llegado, la primera despedida. Supongo que no te lo crees demasiado hasta que abrazas a Dani Quirós, como si estuvieras en la puerta de la Jamboteca y la fueras a ver el lunes y, de pronto, cuando te separas de ella, te sobresaltas al comprobar que esos ojazos negros están llenos de lágrimas. Y entonces no te queda más remedio que reconocerte: ostras, que no es un simulacro, que esto va en serio, que carpetazo, que finito.
En los próximos meses habrá unas cuantas más, aviso a navegantes, para que os vayáis curtiendo los lacrimales y eso. Aunque he de decir que, en cierto sentido, hemos de estar orgullosos de esos llantos. Son la traducción de lo que hemos logrado construir durante todos estos meses. Qué diferencia con aquellos autómatas parapetados tras sus portátiles que el primer día se marcharon a sus casas sin tomarse una triste birra y procurando rozarse lo menos posible, no se fueran a contagiar algo.
Aunque también he de decir que no le veo sentido a llorar en las despedidas. Y no lo digo por mantener esa fama de despiadada que con tanto esfuerzo he cultivado a lo largo del máster y que tampoco es cuestión de echar por la borda a la primera de cambio, sino porque cada vez estoy más convencida de que el mundo no es sino una enorme casa llena de amigos y que, encima, está investido de la misteriosa propiedad del camarote de los hermanos Marx: cuantos más hay, más caben. Que sepáis que vosotros ya estáis dentro. Se os quiere.

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