sábado, 20 de octubre de 2012

Salvar el bachiller de Humanidades

No soy académica, pero sí estudié el bachiller de Humanidades. Y por tanto, me siento en la obligación moral (del latín mores) de romper una lanza a su favor, ahora que quieren cargárselo. Veamos. No me he caído de un guindo. Sé muy bien cómo funciona el "sistema". No ignoro que en este chiringuito prima lo utilitario. Lo que demanda el mercado. Lo demás está de más. Y la cultura clásica a Merkel y a sus chiguaguas de mucho no les sirve. Qué le vamos a hacer. Está claro que los beneficios que pueden reportar los demás bachilleratos son mucho más evidentes y productivos. De aquellos que los estudien saldrá el próximo científico que un día nos curará de un cáncer y nos salvará la vida. O el ingeniero que inventará una máquina que nos hará la existencia más fácil. O el economista que, por una vez, acierte y nos evite la siguiente recesión mundial.

Pero el caso es que no todos los ciudadanos somos lo suficientemente brillantes para hacer esas cosas. No nos alcanzan las entendederas o no nos interesa. Y no se preocupen. A esos necios incautos luego el mundo laboral ya se encargará de ponerlos en su sitio. La apisonadora hará su criba y, no teman, que no sobrevivirán a la quema. Por eso no pierdan cuidado ni un minuto de sueño.

Sin embargo, creo que, antes de los 18 años, la gente no tiene por qué enterarse de cómo es el mundo en realidad. Los menores de edad tienen derechos: a creer en los Reyes Magos, a no ir a la cárcel y, por supuesto, a pensar que su vida podrá ser como ellos quieran que sea. Antes de los 18 años, todo el mundo debería poder creer que se convertirá en aquello que decida. De esta premisa fácilmente se deduce (como enseñan en lógica, disciplina de la filosofía) que se trata de un derecho inalienable que antes de los 18 años las personas puedan estudiar lo que ellas deseen. Nada ni nadie debería impedírselo. Y menos una disposición ministerial.

Hasta que yo no empecé el bachillerato, no llegué a sentir que estaba aprendiendo lo que quería saber. Y esos dos años fui inmensamente feliz. Por primera vez, al llegar el domingo, no me daba pereza tener que asistir al día siguiente a clase. Así pues, déjenles aprender eso que erróneamente llaman lenguas muertas. Porque no están muertas. Sólo se han transformado, que es lo que hacen las cosas que sobreviven. El latín y el griego están vivos. Los resucitamos cada vez que decimos "democracia", "pueblo", "fascismo", "lundi", "pericolo"... Pero el latín y el griego aún estarían más vivos si, cada vez que usamos esas palabras, fuéramos conscientes de la historia que llevan detrás. Porque entonces las usaríamos con conocimiento de causa. Y, al emplearlas con propiedad, nos haríamos cargo del mundo más plenamente, porque nombrar algo es poseerlo. No nos darían gato por liebre valiéndose de ellas. Y por eso respetaríamos y cuidaríamos las palabras heredadas, tratándolas como lo que son: el patrimonio más valioso que tenemos. 
El más valioso, pero no el único, porque de la belleza que puede crear el hombre están llenas las iglesias, las calles, los edificios. Y lo disfrutan con más intensidad (porque se ama lo que se conoce) los que saben que el arte es una pulsión humana que se nutre de lo pasado, pero sin dejar nunca de cuestionar y subvertir las convenciones con tal de seguir creando. Y conocer sus puntos de inflexión, sus causas, sus desafíos, ayuda a entenderlo todo mucho mejor. Por eso, déjenles estudiar qué es un Giotto, y por qué el neoclasicismo y el romanticismo se plantaron cara con tal encono.

Déjenles saber que el hombre siempre ha necesitado explicarse el mundo con historias maravillosas donde los hombres y los dioses jugueteaban entre ellos. Déjenles saber que los imperios, como el romano, nacen, alcanzan su esplendor y luego caen. Y que luego todo vuelve a empezar. Quizás así sobrelleven mejor la frustración de la época contemporánea. Porque podrán mirarla cara a cara con una perspectiva más amplia. Déjenles saber que el pueblo se burlaba de los poderosos con obras de teatro ya en época de Aristófanes. 
Déjenles saber... que ya tendrán tiempo para olvidar. Pero ahora, mientras aún son jóvenes, déjenles saber lo que supe yo. El bachiller de Humanidades me enseñó a pensar. Y creo que, por eso, ahora comprendo algunas cosas un poquito mejor de lo que las comprendería si Wert me lo hubiera impedido. Déjenles saber. Sin el bachiller de Humanidades, como su propio nombre indica, habremos perdido algo que no es utilitario, pero que quizás no nos interese perder: una parte de nuestra propia humanidad.

1 comentario:

  1. Cuánta razón tienes. Yo estoy estudiando 2º de bachiller por Humanidades, y desde que empecé a estudiar latín y griego me despierto de otra forma por las mañanas. Normalmente, vamos a clase para estudiar y sacar esas buenas notas que nos proponemos, pero algo cambia cuando te adentras en este ''mundo clásico''. Te levantas con ganas de aprender más y más de los latinos y de los helénicos, y la admiración por ellos crece día a día. Ahora comprendo el verdadero significado de la filo-sofía.
    Cuando lo hablo con muy compañeros de clásicas (muy pocos) todos coincidimos en que nos ha cambiado la forma de pensar. Razonamos todo lo que nos dicen, sabemos percibir los matices de las palabras gracias a su etimología, y ya no nos dan gato por liebre. No nos fiamos de todo lo que nos dicen y lo damos por cierto, somos capaces de razonarlo por nosotros mismos y decidir si creerlo o no. Los buenos resultados llegan solos.
    Por esto y por mucho más, yo también defiendo la continuidad del estudio de estas lenguas tan hermosas y llenas de vida. Porque me gustaría que las siguientes generaciones pudieran disfrutar de las palabras tanto o más que como yo lo hago desde que empecé el bachiller. Y por supuesto, porque ''delenda non est verba''.
    Nuestros amigos helenos nunca dejarían que un ministro acabase con tanta cultura, necesaria indudablemente para enriquecer nuestras efímeras vidas.
    LVC

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