miércoles, 11 de abril de 2012

3ª Entrega del viaje al oeste: La leyenda del Gran Cañón

Visitar el Gran Cañón equivale a decir que vas a disfrutar de una de las mejores experiencias de tu vida. Pero has de hacerlo ateniéndote a esta premisa: no te acerques al borde. La Dirección de este sobrecogedor parque nacional no garantiza que sigas respirando una vez sobrepasados los 100 metros de caída libre, por si a alguien le rondaba esta incómoda dudilla. Desde luego, el que avisa no es traidor.



Pero a mí y a Manuel (alias Pocahontas y El Último Mohicano, al menos para la ocasión) nos gusta desafiar las reglas establecidas y, de paso, a la gravedad. Viendo el par de personajes que somos, resulta comprensible.



Así que nos dedicamos a tentar a la suerte y al equilibrio. Si ya de por sí nos gusta hacer el indio, ¿cómo privarnos en esta ocasión, si nos habíamos convertido en Pocahontas y el Último Mohicano? El escenario y la identidad nos acompañaban para hacer el arapahoe con todas las de la ley.


Y pasó lo que tenía que pasar. Te vas a caer... (habría dicho con aire premonitorio y triunfalista cualquier padre que se precie de serlo).



No hace falta que digáis que la angustia por saber cuál fue el desenlace para este par de ángeles caídos os corroe, así que no prolongaré más el drama. El resultado fue el siguiente: Pocahontas logró redimirse, pero del Último Mohicano no quedó más que un triste gorro balanceándose de una rama. Con su escasa resistencia a los abismos no resulta extraño que la tribu desapareciera de la faz de la tierra... Si ése era el último, imaginad cómo sería el primero en morirse.


Así pues, para que no pudieran acusarnos de ir extinguiendo minorías étnicas por ahí (algo que está muy mal visto desde la aprobación de la Declaración de los Derechos Humanos) las siguientes veces decidimos catar el paraje con barandilla mediante... o, al menos, con un poquito más de roca.




Tras estas emociones que nos mostraron la cara más salvaje del oeste, nos resignamos a contemporizar con la civilización y plegarnos a sus imperativos, de modo que fuimos a visitar una torre vigía con una pinta muy indígena, erigida en 1933 por la arquitecta Mary Colter. Empezamos a recelar cuando descubrimos que se trataba de una tienda de regalos. Y nos vinimos totalmente abajo (eso sí fue una estrepitosa caída, y no la padecida desde el borde del cañón) cuando nos enteramos de que no es que la hubieran reconvertido con el tiempo, sino que fue concebida expresamente para esos lucrativos y poco elegantes menesteres. Y nos rendimos a la evidencia: en la cuna del capitalismo, los monumentos nacionales son las tiendas de souvenirs. Como europeos de pro que somos, con milenios de historia y cultura cargados sobre las espaldas (y así andamos de la ciática), nos pareció que lo que procedía era escandalizarnos y deplorar las costumbres de estos bárbaros americanos que tienen el consumismo en el ADN y una Visa Oro por corazón. Decidimos manifestar nuestra repulsa yéndonos sin comprar una triste postal. Y si entramos a curiosear, que conste que fue sólo para... ¡para poder indignarnos más y mejor!




De lo que sí gozamos sin pudor ni sonrojo fue de un alba y ocaso como nunca en mi vida los había contemplado. Fueron el Alba y el Ocaso, con nombre propio, y sin que ningún otro pueda hacerles sombra. Porque el sol, cuando nace y muere en el Gran Cañón del Colorado, no hay sombra que no consiga barrer de un rayazo.




Eso sí. Conquistar el amanecer nos costó lo nuestro. Implicó un helado madrugón (y concretemos: fue el dolor de las cinco de la mañana), cuando el mundo aún estaba a oscuras (cuando vas a ver el amanecer, el sol casi nunca ha salido todavía. ¡Que viva el perogrullo!). Pero allá que se fueron, tiritando y castañeteando diente contra diente, Pocahontas y el Último Mohicano, como si estuvieran de picnic, pertrechados con una caja de donuts para el desayuno, de la que dieron cuenta en menos de lo que canta un gallo (nunca mejor dicho a esas horas prematinales), con el único propósito de chutarse grasa que quemar y poder calentar mínimamente la maquinaria corporal... Sin circunloquios: ¡Coño! ¡Qué frío hacía! Pero mereció la pena darle los buenos días al mundo presenciando el desperezar de un cañón. O el bostezo de esa garganta.


El atardecer fue sencillamente una de las experiencias más alucinantes y sublimes de mi vida. Ni siquiera tengo fuerzas para buscar adjetivos. No le harían justicia. A veces hasta el idioma tiene limitaciones. Únicamente diré que Manuel y yo encontramos un mirador sin contaminación. Es decir, en el que no había nadie. Durante media hora permanecimos en silencio, siendo testigos de cómo el sol se despedía, dejando regueros de colores indescriptibles prendidos en las rocas. El mundo estaba quieto, pero ERA, con toda la autoridad de ese verbo supremo. Se dejaba sentir denso, sólido, eterno. El cañón llevaba ahí desde siempre. Nosotros sólo éramos un segundo en aquel tiempo inmóvil, que parecía no tener principio ni final. Pero en ese momento, durante media hora, una de las porciones más hermosas del mundo fue enteramente nuestra. Sólo nosotros estábamos allí. Y cuando las rocas, los milenios y el adiós del sol te pertenecen, no es difícil que Pocahontas y el Último Mohicano se conviertan en leyenda.

4 comentarios:

  1. Tiene que ser IMPRESIONANTE!!! Ah, y muy buenas las fotos agarrados a punto de caer al precipicio... se ve que no podías parar de reirte!!!

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    1. Joooo, pues si se me notaba es que soy una pésima actriz!!!

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  2. Bff... Debe ser GENIAL!!! Vaya envidia que me dais!! Vosotros por USA y otros aquí, estudiando y sin vida propia casi casi... jaja. Sigo vuestras andanzas por el lejano oeste :) Seguid pasándolo así de bien y haciéndonos disfrutar leyéndolo.

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    1. Sí, Adela, es maravilloso. Me alegro de que te guste seguir nuestras andanzas

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