martes, 10 de abril de 2012

Un amor que no naufragó con el Titanic

En la madrugada del 14 al 15 de abril, se cumplirán cien años del hundimiento del Titanic, y Nueva York está imbuida del espíritu conmemorativo. No en vano, es la ciudad que esperaba verlo atracar triunfalmente y a la que nunca llegó aquel al que llamaban el insumergible.
Esto me ha permitido conocer un delicioso rinconcito de Broadway, a la altura con la 106, y, de paso, a la estatua que se parapeta tras los tulipanes reventones. Tengo el honor de presentarles a la señora Ida Straus.





Sus méritos para que le hayan dedicado este monumento se cifran en el último gesto de su vida. Uno de esos que prestan el inestimable servicio público de devolver la fe en el amor a los escépticos. La historia es la que sigue: Ida tuvo la oportunidad de subir a uno de los botes salvavidas, al igual que su marido, Isador. Pero este alemán judío, propietario de unos grandes almacenes, creía en la discriminación positiva (ya se ve que el concepto viene de largo) y rehusó tomar este pasaporte a la salvación porque todavía había mujeres y niños a bordo. En lo que a actos heroicos se refiere, Ida decidió no quedarse atrás. De hecho, no se quedó ni atrás ni delante. Simplemente, se quedó con él. Y replicó a los que la instaban a coger el bote, incluido su propio cónyuge: "Llevamos viviendo juntos tantos años (41 exactamente). Donde vayas tú, iré yo".
Vamos, lo que viene siendo una versión sobria, sin brinco ni borda de por medio, del apasionado "Si saltas tú, salto yo" que popularizaron los amigos Kate y Leonardo (y que he de admitir que me sigue emocionando. Olé tus ovarios, Rose). Lo mejor es que ahora sé que este fragmento de la película podría llevar el marbete de "basado en hechos reales".




Los testigos supervivientes contaron que Ida e Isador Straus se sentaron en unas sillas de cubierta, y permanecieron juntos hasta el final.
Así que, señora Straus, mis respetos. Yo de mayor quiero ser como usted.

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