sábado, 28 de julio de 2018

Eclipse

Dicen que la Tierra y la Luna siempre andaban juntas. Y dicen también que, en concreto, la Tierra andaba de mal café, después de que un tal Copérnico la hubiera degradado, despojándola de la gozadera y los privilegios de siglos de geocentrismo.
Como necesitaba desfogar la frustración de lo perdido, la Tierra, que era dominante y orgullosa, la emprendió con su compañera de fatigas, a la que fatigó con tantos agravios y menosprecios (que si tienes el cutis lleno de cráteres; que si se te nota un pelín pálida, hija, a ver si te bronceas... o igual es que ni el sol te quiere ver; que si tan pronto adelgazas como engordas, ¿qué tienes por metabolismo: un yoyó de mierda?), esculpidos con tal convicción, machaconería y mala baba, que se hicieron tabla de la ley en la mente de la lunita lunera, quien terminó sojuzgada por completo. No más que un satélite dócil, dispuesto a orbitar, ella sí, en torno al ombligo despechado de la Tierra, que le exigió:
"Tú, a mi sombra, por siempre de los siempres".
Y, especialmente, cuando estaba llena. A fin de cuentas, la Tierra no era tonta, y vislumbraba -oh, peligro, peligro- el agravio comparativo que entrañaban aquellas redondeces de fulgor blanco capaces de enamorar a todo un planeta. Una evidencia que cualquiera habría podido ver, excepto, claro está, la propia interesada. De esa ceguera se aprovechaba la Tierra mala, y le repetía:
"Tú, a mi sombra, por siempre de los siempres".
Pero no hay tiranía que dure cien años. Porque cierta noche, quiso la fortuna que un loco que andaba a oscuras por los caminos mirase al cielo y reparara en aquella moneda de luz, que, como extraviada, lanzaba sus tímidos resplandores desde el fondo negro de un bolsillo. Tal vez, sin ella saberlo, quería que la encontraran. Apenas la divisó, ése que es considerado por las glosas el primer lunático de la Historia, la señaló al tiempo que exclamaba:
"¡Qué hermosa es!"
Todos los presentes siguieron la dirección de su dedo, y a eco le dieron la razón:
"¡Qué hermosa es!"
A la Luna discreta, acostumbrada a su segundo plano, todos los complejos le enrojecieron al verse blanco de tanta atención admirada, y de la rabia que le empezó a erupcionar a la Tierra hasta sacarle granos (se ha constatado que varios volcanes vomitaron lava aquella noche). Nada más lejos de su intención, aquel rubor sólo logró hacerla más impresionante.
"Oh, ¡es hermosísima en verdad!", se maravillaban los terrícolas.
Cuanto más se extasiaban ellos, y más se enfurecía la déspota, más encarnada se ponía la Luna, y también más bonita.
"¡¡Escóndete, tápate, que no te vean... Eso es: avergüénzate, porque eso es lo que das: vergüenza!! -se desgañitaba la Tierra, tratando de ocultarla- ¡¡Tú, a mi sombra, por siempre de los siempres!!".
Desquiciada como estaba, incapaz de contener aquel sonrojo, a la Tierra, aquella noche de luna llena, se le marearon los mares, las mujeres se le pusieron de parto, y algunos hombres se convirtieron en lobo. Tal era el poder de la Luna, que, al fin, se dio cuenta. Por eso, a partir de entonces, sale a lucirse en el cielo todas las noches, sin asomo de sombra. Y cuando alguna vez la Tierra rencorosa la engaña de nuevo para que se eclipse, todos los lunáticos, que no hemos podido olvidarla jamás de los jamases, salimos a buscarla y le pedimos que vuelva. Le decimos que queremos verla. Por siempre de los siempres.

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