lunes, 23 de julio de 2018

Juego de manos

Tu mano sobre el respaldo del sofá, y, si sólo la movieras un par de centímetros, tus dedos tocarían mi cabeza.
Una vez allí, podrían pasearse por el pelo, desenredarlo o justo todo lo contrario: liarlo mucho, liar las cosas; con mi nuca en tus manos, liar las palabras, enredar las bocas.
No tendrías más que dejarla, a tu mano, en ese punto; que se acerque, que se pose. Y tal vez rodáramos por el sofá, tal vez caer o caernos, tal vez nos confundiésemos. ¿A esto se refieren con la teoría del caos? Tal vez. Ojalá.
Pero veo que tu mano permanece muy quieta. Que aguarda tras la barrera, a la distancia de un sofá. Y así es como los deseos del deseo se quedan sólo en deseos meros, meros sin mar; sin ocurrir. Lástima que no se te ocurra. Lástima de esos dos centímetros. Lástima esta inmovilidad.
Así el azúcar no se quema, la chispa no se prueba. Las ganas se convierten en ceniza. Te veo la mirada huidiza. Así no hay quien calcine un sofá.
Cuando sólo tendríamos que aguantárnosla. La mirada. Y, sobre todo, alargar los dedos, pasar de los juegos de palabras a los de los hechos. Esos en los que los cojines acaban por el suelo.
Pero hasta que tus falanges no muevan el culo, todo será pura figura retórica. Coño, que me invadan ya. Pero no, qué va. No jugamos.
Tus dedos quietos, tan cerca como para estar lejos, no mueven ficha, dejan la poesía incumplida, la intención escondida, en elipsis la partida.
Y, así, tu mano en el sofá no es más que una oportunidad perdida.

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