domingo, 16 de septiembre de 2018

Un cachalote en Madrid

A veces, la evidencia está delante. Y es una evidencia obscena, tan obscena como una ballena varada en el páramo de un río sediento. Tan sediento como ella, tras haberse equivocado de corriente. Ir buscando las profundidades y encontrarse de pronto embarrancada en plena pleamar. Una que duele como sólo pueden hacerlo los lugares extraños, los mundos hostiles en los que no se sabe respirar. Territorios desconocidos a los que uno desconoce cómo llegó a parar. A ese punto en el que escala desde el vientre una soledad que no le cabe, que la va a hacer reventar. Porque no la escogió, porque su único pecado fue perder el rumbo, y atracar donde nunca quiso. Donde no la quieren.

Eso les sucede a las ballenas tontas. O a cualquiera en realidad.

Es una evidencia. Grande y obscena, como ella. Acaso sea, esa evidencia, lo único que tiene. Y la tiene ante sí. Imposible no verla. Imposible ya engañarse. El mundo lo grita: "¡La tenéis delante!". Pero, ¿y más adelante? ¿Qué tiene? Pues tenga tal vez que removerse, mientras implora que venga de rebote, a lamer el río sediento, una corriente clemente que la desencalle. Que, igual que la trajo se la lleve. Si pone de su parte, si se lo cree, si la dejan, empezar de nuevo. Que la devuelvan al mar. Con un poco de suerte, sigue abierto.



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