martes, 4 de junio de 2013

Películas lacrimógenas

Confesadlo. Todos, e insisto, todos sin excepción posible, habéis llorado con una película de la que os avergonzáis. Y ya no es sólo que os avergüence el hecho de que haya conseguido irritaros los lacrimales. Por lo general, las películas que suscitan ese tipo de llanto irracional, desproporcionado y sonrojante son aquellas que ni siquiera reconoceríamos haber visto. Por favor. Yo haciendo pucheros por esas ñoñerías. Si yo sólo lloro con el cine de Kiéslowski y únicamente si lo echan doblado, porque me pierdo los matices fónicos de la versión original. Pero el caso, lo queramos o no, amigos míos, es que esas películas que apelan a la sensiblería más almibarada con recursos facilones, a veces, son jodidamente eficaces. Ni siquiera hace falta que estemos en esos días del mes. La mayoría supongo que dirá que su momento de lágrima cinematográfico-embarazosa fue aquel en el que Leonardo Di Caprio se alejaba lentamente hacia las profundidades del océano Atlántico transfigurado en cubito de hielo antropomórfico porque la malaje de Kate Winslet se apropió de una tabla en la que todo el mundo jura y perjura que cabían los dos. Bueno, pues yo no lloré con ese momento. Yo soy mucho más original que todo eso. Yo no tengo un título concreto con el que llore de manera ignominiosa. Yo lloro indefectiblemente con un género cinematográfico al completo: las películas en las que se muere un perro al final.

Esta tradición empezó cuando tenía siete años y echaron en la 1 la típica peli de la sobremesa de los sábados. Iba de un policía que se encontraba con un perro (o el perro le encontraba a él) con el que, huelga decirlo, no tenía la menor intención de quedarse. Pero, claro, al final se hacía súper amigo del perro, no sin que antes éste le hubiera destrozado la casa, se le hubiera comido los calzoncillos y otra serie de perrerías que, como ya habréis adivinado, provocaban hilaridad en los espectadores con edades que no llegaran a los dos dígitos. Total, que te encariñabas con el canino una barbaridad y resulta que, al final, para hacer que el perro fuera más heroico, los guionistas idearon que se interpusiera entre una bala y su dueño para salvarle de una muerte trágica. Y eso te hacía encariñarte con el perro más todavía. Si cabe. Huelga decirlo. Pero, lo que hubiera pegado, dado que toda la cinta había discurrido en una clave lúdica, es que apareciera un veterinario súper guay que curara el chucho y que luego le impusieran una condecoración. Pues no. El chucho la palmaba. Toma ruptura de pacto de lectura (o de visionado). Como si a una peli de Cantinflas le pones el final de "Gladiator". Desconcertante. E indignante, ¿verdad? Si a esa tierna edad yo hubiese sabido que existía una oficina del consumidor, vamos, habría puesto una denuncia como una catedral. Yo había comprado una comedia, no un dramón que, por inesperado, todavía era más espeluznante. Conclusión, que la chiquillería traumatizada. Mis padres tuvieron que emplear toda una tarde en aplacar un soponcio que sólo amainó gracias a un libro ilustrado de perros con el que me demostraron que aún había cánidos vivos en el mundo y que, por tanto, aún cabía la esperanza.

Total, que hacía muchos años que no veía una peli en la que un perro se muriera al final. Y ayer quise comprobar si mi particular ley seguía intacta o si el tiempo y la sociedad me habían convertido en una tipa dura e insensible con las hechuras de pedernal de John Wayne. Así que me puse una película sobre esta temática. Y también me lo puse a huevo, porque era ésta (basada en hechos reales, para más inri) que cuenta la historia de un perro que iba a recoger todos los días a su amo (Richard Gere) a la estación y que, cuando éste se muere de un infarto, sigue volviendo impertérrito durante diez años hasta que él mismo se muere. Vamos, la típica película concebida expresamente desde el primer minuto de rodaje hasta los créditos finales para que la gente boba llore (me imagino al guionista entrando al despacho hollywoodiense y soleado de un productor (está de más especificar que sin corazón), exclamando "Mike, te traigo otro de esos guiones para lerdos con tolerancia al azúcar" y Mike frotándose sus manos peludas cuajadas de anillos y replicando, riéndose a mandíbula batiente, "Luke, mi campeón, mi mina de oro, lo has vuelto a lograr, ¿qué harían estos estudios sin ti?").
El caso, que, como era preceptivo, hubo sofocón al canto. Fue ver al perro viejo y encorvado volviendo un día sí y otro también, nevara o granizara (porque está de más puntualizar que nevaba y granizaba, claro, para que el perro fuera más meritorio) a la misma estación en la que vio a su dueño la última vez, y bueno... Corazón partío es poco, y sin Alejandro Sanz que lo arreglara.

La verdad, no sé por qué os he contado todo esto. Será aburrimiento. Cuidaos de él. A la que os deis cuenta, podríais estar llorando con películas de perros que se mueren al final. Y creedme: sé de lo que hablo.

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