sábado, 16 de noviembre de 2013

Aventuras animadas de ayer y hoy presenta...

Se está convirtiendo ya en costumbre que, cuando cierro una etapa en algún sitio, me hagan en el último momento una encomienda que me descoloque en mayor o menor grado, para que la despedida tenga una dosis extra de sal, colorido, surrealismo... llámalo X. En Éibar han logrado atenerse a esta ilustre tradición al anunciarme que hoy tendría que actuar de animadora en un evento gastronómico patrocinado por la emisora. Cuando te dicen algo así, tu garganta, inevitablemente, traga saliva, y tu mente, igual de inevitablemente, te ofrece la pintoresca imagen de ti misma transfigurada en abeja reina de cheerleaders, dando saltitos en minifalda escueta de colores brillosos y canturreando con total entrega "dame una S, dame una E, dame una R... ¡Arribaaaaa SER!". Y te dices para tus adentros: "Ay, madre mía, ¿dónde dejé yo los pompones?".

Pero entonces te aclaran que lo único que tendrás que hacer es ejercer de maestra de ceremonias animando el cotarro en modo Leticia Sabater mientras la gente papea a dos carrillos y pasa un poquito olímpicamente de tu estampa, porque allí han ido a mover el bigote y, seamos francos, en habiendo comercio y bebercio, todo lo demás pierde bastante importancia. Y así, sin comerlo ni beberlo (tú al menos, que eres la única de la sala que permanece en ayunas), te ves encima de un escenario, armada con un micrófono inalámbrico cual conversa al karaoke, lo que hace que, si ya de por sí tu tono de voz es tan tenue y melodioso como el mío, las resonancias del discurso consigan desplazar placas tectónicas hasta en Basauri. Y, de esta guisa, te vuelcas en la tarea de cortar jamón con un profesor de la escuela de Arguiñano, entrevistar, a falta de uno, a dos enólogos, mientras intentas por todos los medios que no se te note la cara de abstemia que tienes, y te pones a la cabeza de un coro musical de la tercera edad a cuyo medio centenar de componentes has tenido que ayudar previamente a subir por las escarpadas escaleras del escenario uno por uno, para que no se te desmoñen por el camino y el jovial y distendido evento gastronómico acabe en tragedia gerontológica.

La rematadera llega cuando bajas por fin de la tarima, tras más de dos horas pronunciando cada frase con el entusiasmo y motivación de quien se ha chutado un compuesto de glucosa y cafeína, con el altruista propósito de que el personal no se venga abajo, y se te acercan dos tíos desconocidos, uno de ellos cámara en ristre y, en presencia de tu estupefacto jefe, te dice con una sonrisilla de difícil interpretación: "¿Podrías hacerte una foto con mi amigo? Después de tantos meses escuchándote, teníamos muchas ganas de verte".

No digo que no me lo pasara bien. Pero Dalí se lo habría pasado mejor. Por lo del surrealismo digo.

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