-¿Sabes? Hace un año me marché. Sí, me marché. Pero ¿sabes qué hice?
Pues te facturé con el resto del equipaje. Soy así de burra. La empleada
de las aerolíneas rusas frunció el ceño y me advirtió: “Lleva usted
sobrrrrepeso”. No me importó. Lo pagué. Le dije desafiante: “Y ni se les
ocurra perderme la maleta. Me la subo conmigo a la cabina si hace
falta”.
Después de un año,
regresé. Y me obstiné, en el viaje de vuelta, en traerte otra vez. Me
encontré con la misma empleada de las aerolíneas rusas, que insistió:
“Lleva usted sobrrrrepeso”. Le repliqué: “¿Y qué?”. Enarcó la ceja y
apostilló: “Es usted una terrrrca”. Me reí. “No lo sabes bien”.
Pero
ya valió. No puedo seguir cargando con una maleta que me dobla en peso,
arrastrándola por un aeropuerto en el que no me espera nadie. No soy
Tom Hanks. No puedo quedarme a vivir en una terminal. Sale muy caro
desayunar allí todos los días. Por no hablar del precio del desodorante o
del Kit Kat.
Por eso, hoy volví al mostrador de la aerolínea, y la
empleada se crispó: “¿Usted de nuevo porrr aquí? ¿Cuántos kilos de más
va a facturrrrarrrr esta vez?”.
“Ninguno”, le contesté. Quise hacer
bailotear mis dedos delante de sus narices, para demostrarle que los
tenía libres y vacíos, pero no pude. En lugar de brazos, de pronto tenía
alas. Tanto mejor. “¿Ve? Con las plumas no se puede agarrar ni el asa
de una maleta. Por no llevar, no llevo ni equipaje de mano. Porque ya no
tengo manos”.
“¿Y entonces qué quiere?”, se impacientó la rusa.
Le sonreí: “¿Cuándo sale el próximo vuelo?”.
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