lunes, 13 de junio de 2016

La batalla perdida

La verdad, no sé qué demonios pretendías al entrar a matar en un sitio donde la gente sólo se moría por vivir.
Según parece, te impulsaba la desfachatez de pensar que podías dar lecciones de cómo y a quién es lícito amar. Tú. El que estaba comido por el odio. No me digas que no es una ironía insultante.
Tal vez, en algún momento, hayas sabido de qué iba todo eso del querer. A tu madre. A un hermano. A un perro. Yo qué sé. Pero lo que está claro es que llegaste a olvidarlo por completo. Si no, si te hubiera quedado en la sesera una mínima sombra, tan sólo una reminiscencia huidiza, jamás habrías hecho lo que hiciste. Y, sin embargo, creíste -mil veces maldita chaladura- que, desde tu odio, podías pontificar sobre algo que ya no entendías.
Más te habría valido empeñarte en aprender -o en recordar, si es que alguna vez lo supiste- cómo se hace. Lo de amar y que te amen. En lugar de alimentar ese odio que es estéril, que arde por fuera pero que está vacío por dentro.
Porque la mala noticia para ti es que no ha servido para nada. Sí, te has cargado a cincuenta. Y luego podrá venir otro como tú que asesine a ¿cuántos más? ¿Otros cincuenta? ¿Cien? ¿Dos mil? Los que sean. Los que os propongáis. Nunca será suficiente.
Quizás sea vuestro odio ciego y estúpido el que os haya hecho desconocer ya la naturaleza del sentimiento que queréis destruir, pero ¿no os dais cuenta de que estáis intentando acabar con una hidra? Le cortaréis una cabeza. Crecerán otras veinte. Y es que, aunque a vosotros os repatee, los seres humanos van a seguir saliendo las noches de sábado, a buscarse, a hacerse compañía, porque de eso, y no de otra cosa, trata esta película, y es la única parte de la trama que nos quedamos interpretando hasta el final. Es inevitable. Porque incluso una brizna del amor peor querido merece infinitamente más la pena que el más implacable de los odios. Y por eso la gente va a seguir queriéndose. Como le pida el cuerpo. A quien más le tire el corazón. A pesar tuyo. A pesar vuestro.
Así pues, menuda lástima la de vuestras pobres vidas. Qué triste empeñarlas en una batalla que de antemano está tan perdida.

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