miércoles, 30 de diciembre de 2015

Reyes y tontos

Yo de verdad que me hago cruces. Ahora parece ser que se ha puesto de moda ir armando polémicas a costa de la cabalgata de los Reyes Magos. En los últimos días he ido leyendo aquí y allá, como focos desperdigados pero respondiendo a un mismo patrón, varios casos en los que autoridades y ciudadanos se están dando de palos por mor de sus Majestades de Oriente. Que si reyes que son reinas y fíjese usted, que, en teniendo a la Carmena, ahora nos parece una moderada la Bibi Aído; que si en Pamplona el alcalde quiere que Baltasar sea un negro de verdad y si no, ya la tenemos liada con un conflicto racial en todo lo alto; que si a un colegio de Carabanchel le han prohibido que participe en el desfile porque segrega a los alumnos por sexo...
Todo de un fútil y pejiguero que te mueres. No voy a entrar en disquisiciones sobre quién tiene razón en cada discrepancia, si es que alguien la tiene. Simplemente me da una pereza de aquí a la China el constatar las ganas locas que tiene la gente de mojarse la oreja mutuamente, de enmendarse la plana hasta la náusea y meterse el dedo en el ojo hasta tocar fondo. Yo entiendo que el debate sea sano en democracia y demás, pero ¿en serio hay que practicarlo tan incontinentemente? Utilizar incluso lo que, se supone, constituye un emblema de concordia y monumento a la inocencia para enzarzarse en dimes y diretes es ya puro vicio. Una especie de desorden dialéctico: bulimia de broncas.
La única explicación que se me ocurre para que alguien esté dispuesto a perder tanto tiempo y energía en sacarle punta a la Navidad (la que, se supone, se trata de un paréntesis del resto del año, cuando todos tenemos derecho a la tregua de estar más relajados, comprensivos, indulgentes y petados de buenos sentimientos) es que lo haga para no oxidarse. Como quien, entre torneo y torneo de la disciplina que sea, se sigue entrenando para no perder comba y que el 2016, en lo de la confrontación, no le pille con el pie cambiado. Si no es así, de verdad que no logro comprender esta facilidad pasmosa para entrar al trapo.
Tal vez lo que deberíamos hacer para acabar con tanta controversia es preguntar al respecto a los que (una vez más supuestamente) son los culpables últimos de que la noche del 5 de enero se salga a las calles en masa y, con la aquiescencia de todos, unos cuantos tipos se encaramen en carrozas a hacer su regia pantomima. Éstos, claro está (¿o no?), no son otros que los niños. Imagino, tal vez audazmente, que si se sometiese al criterio de los infantes estas disputas para que las dirimieran, primero sobrevendría un momento de desconcierto. Básicamente porque no acabarían de entenderlas. Y no por falta de capacidad intelectual, sino simplemente porque, creo recordar, en los esquemas brutalmente prácticos de un enano no cabe una comedura de tarro tan enrevesada como las que toman por asalto las cholas de sus mayores, donde con demasiada frecuencia se puede encontrar más corcho que en muchos alcornoques.
Después (continúo imaginando) tragarían saliva y pedirían una prórroga al cielo antes de crecer, al darse cuenta repentinamente de que una de sus desventajas es que corres el riesgo de volverte un poquito gilipollas. Y, por último, me barrunto que, si se les insistiera mucho, y sólo para que les dejáramos de dar la brasa y poder irse a hacer algo productivo como jugar, dictaminarían una sentencia de aplastante sentido común con la que todos estaríamos medianamente de acuerdo a poco que tuviésemos la decencia y el valor de acordarnos de que en un pasado remoto (año arriba, año abajo) pensábamos igual que ellos.
Por desgracia, no creo que eso de consultar a los chavales sea una posibilidad. Más que nada para no quitarles la ilusión y que permanezcan el mayor tiempo posible en la bendita ignorancia de que los Reyes Magos no existen mientras que los tontos de capirote son epidemia.

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