domingo, 18 de mayo de 2014

Cuento bávaro de un real pelotazo inmobiliario

Érase una vez un rey llamado Luis. Luis II, para que no haya lugar a confusiones. Como Luis es un nombre bastante universal, de ésos con traducción en todos los idiomas, aclaremos que en alemán el rey se llamaba Ludwig, que queda más exótico. El caso es que a Luis (o Ludwig) le tocó heredar el trono bávaro como a quien le toca un jamón en la tómbola de las ferias de su pueblo. Y como es un axioma tan cierto como triste el de que nadie está nunca contento con lo que tiene, a Luis (o Ludwig), aquel reino que le había tocado en la rifa le sentó como una patada en el hígado, porque lo de gobernar no era para nada lo suyo. A él le iba más escuchar melodías de Wagner sin cesar y a todo trapo, así que decidió construirse un castillo abracadabrante en el filo de un risco de los Alpes, inaccesible, delirante y de nombre impronunciable, para poder poner la música bien alta y que no se produjesen quejas vecinales. No fuese a haber cerca algún Woody Allen de la vida y, al escuchar "El anillo de los nibelungos", le entrasen ganas de invadir Polonia y sus súbditos le obligasen a ir a la guerra, ya que, recordemos, a Luis (o Ludwig) lo de invadir naciones ajenas le daba una perecilla que es que no podía con ella.
Así que puso a trabajar a los habitantes del reino de Baviera en la erección del castillo de marras y de nombre impronunciable. Entre pitos y flautas, tardaron veinte años, total para que aquel Luis (o Ludwig), en cuya tarjeta de visita ponía "monarca a su pesar", apenas viviera tres meses en el proyecto megalómano con el que trasladó a la piedra sus sueños más desquiciados. Desquiciado o no, lo cierto es que tuvo la decencia de no esquilmar las arcas del reino para acometer su fantasía personal de nombre impronunciable (y ahora mismo, al decir esto, no es que esté aprovechando para introducir una pulla contra nadie en particular, porque ¿a quién se le ocurriría hacer eso, verdad? Menudas ideas de bombero. Ja ja ja, ay, snif, por Dios, que me parto).
Se contentó con esquilmar las arcas de sus propios parientes, que es algo mucho más elegante y que te permite apostillar aquello de "todo queda en familia". La única pega es que a la susodicha familia, los Wittelsbach, no les hizo ni pizca de gracia que aquel animoso jovenzuelo se puliese todo su patrimonio en un boom inmobiliario de tan cuestionables características, así que el pobre Luis (o Ludwig) fue declarado esquizofrénico paranoide, alegando que, entre otras excentricidades, ordenaba evacuar el palacio para quedarse a solas en un salón alumbrado por 600 velas, o mandaba organizar banquetes para su caballo; en consecuencia fue inhabilitado para reinar y finalmente apareció ahogado en un lago en circunstancias que huelen a chamusquina y que los agentes de CSI Baviera aún no han logrado esclarecer, tras 128 años de pesquisas, por lo que, según fuentes cercanas a la investigación, a punto están de archivar el caso e irse a por unos donuts y unos perritos de salchicha Bratwurst. Entre tanto, el castillo de nombre impronunciable ahí se ha quedado. Como carne de turisteo para gente que de pequeña se pasó con la ración de Disney. Y todos tan contentos.


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