La ciudad es un animal de seda negra, domado, tranquilo.
Ya no ruge después de la tormenta.
Huele a tierra mojada. Es noche de verano.
Y bosteza. Se lame los labios.
Parpadea en millones de farolas tras el cristal.
Se traga el asfalto recalentado.
Devora lentamente esta noche de verano.
Se despereza, ronronea. Y bosteza.
Entreabre los ojos: se ven estrellas.
Ha refrescado. Regalo en la piel. Que se desata. La
entregamos.
Nos dejamos vencer. Por la noche de verano.
Monta guardia a los que duermen.
Permite que se acurruquen y se estiren. Sopla. Y bosteza.
Un golpe de aire para quienes sueñan, y se rozan las piernas.
Sensualidad y abandono, susurra... la noche de verano.
La ciudad es carne y alquitrán; luces dadas en medio de la
oscuridad.
Avenidas vacías —sólo los restos del día—, recorridas con
prisa, aunque no haya adonde llegar. Y bosteza.
Recuerdos tan nítidos, de conservarlos en frío, y futuro por
quemar.
¡Hasta mil! noches de verano más. Y, sin embargo, sólo el momento.
Se ha levantado corriente.
Se ha levantado corriente.
La ciudad pide que te abraces sin tregua a su madrugada. Huele
a tierra mojada.
Ya no ruge la tormenta. La vida está fresca.
Pero el animal domado te manda a la cama.
Que descanses. Yo te velo, muy alerta.
Duerme. Y bosteza.
La noche de verano se queda despierta.
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