El
hombrecito verde del semáforo estaba enamorado del hombrecito rojo. Fue
amor a primera vista, y eso que aquel primer vistazo sólo duró un
segundo. Lo divisó, se enamoró y el hombrecito rojo, fundiéndose a
negro, se desvaneció. Para cuando regresó, fue el hombrecito verde el
que se marchó.
Ésa era la condena de aquel amor irremediable. Coincidir un momento y perderse. Salir uno y entrar otro. Encenderse el verde y apagarse el rojo. Vienes o voy. Saber que existían pero en tiempos y lugares diferentes. Y no tenerse.
El uno era pasión. El otro, esperanza. Por eso el hombrecito verde
jamás se rindió, por mucho que su vida consistiera en encontrarse
continuamente con el amor para, de inmediato, verlo titilar y
desaparecer. Uno de esos amores imposibles de los que, con razón, se
duele el mundo.
Hasta que un día un niño vándalo arrojó una piedra
contra la luna roja del semáforo y ésta se rompió. El hombrecito que
vivía en ella cayó en la del hombrecito verde, como un regalo del cielo
envuelto en una lluvia de cristales.
Asustado y tembloroso, el hombrecito rojo dijo:
-Dame asilo.
Y el hombrecito verde respondió:
-Acabas de llegar a casa, cariño.
-Pero la mía se ha roto y estoy triste.
-Yo en cambio estoy feliz, porque al fin estás conmigo, pero mi más sentido bésame.
Aquel día, la plaza de España se paralizó. Los automóviles y los
peatones se quedaron sin saber qué hacer, si cruzar o pararse, testigos
mudos y sobrecogidos de un beso eterno que duró hasta que sobrevino un
parpadeo y la luz naranja se encendió.
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