martes, 26 de julio de 2016

Bailes de salón

-No puedo sacarte a bailar. Te pisaría. Piso a todas.
La solución se la dio ella. No podía resultar más sencillo. Le exhortó a que se tumbasen sobre el canapé. De costado ambos. Frente contra frente. A continuación, posó su mano sobre el hombro de su compañero. Con la que le quedaba libre, condujo la de él a su cintura. Y la dejó hibernando allí, en el cóncavo valle en el que desaguaba la cadera. Las piernas entrelazadas para el frenesí del tango. Y entonces la música. Seguir el ritmo. Un, dos, tres. Marcar los pasos. Un tropezón de él. "Te dije que era torpe...". "Ya, pero no me has pisado". Sonrisa de triunfo cruzada al vuelo en un ocho cortado. Después vinieron el foxfrot. La bachata. Un pasodoble. El vals. Otro tango. Dieron vueltas, y más vueltas, siempre en horizontal, danzaron durante horas, toda la noche acaso. Tanto es así que no pararon hasta que les dolieron los pies.

miércoles, 20 de julio de 2016

Tapar el sol con una bala

Se despertó sudoroso en mitad de la siesta. "¿Quién ha encendido la luz? Esto es insoportable. ¡Qué calor da esta bombilla!". 
Levantó la pistola, tiró a matar. Y el sol, estallando en añicos, sufrió un apagón que ya no se pudo arreglar.

lunes, 11 de julio de 2016

Me pidieron que lo escribiera...

... para vestir con distancia la vivencia de otra persona. Basado en hechos reales. Así me lo contaron, pero así lo cuento yo.


De pronto, algo ruge en el rabillo de su ojo. Es un diente de león.
Flota con grácil parsimonia en el patio trasero del hipermercado. Ese ámbito vacío y silencioso. Vacío a excepción de él. Silencioso excepto cuando atruenan los camiones a la hora de descarga, al vomitar la mercancía a la que él tendrá que encontrar acomodo. A base de sangre, sudor y lágrimas. Sangre de su sangre cuando se le embalsa en el dedo con un derrame. Sudor que hace que la camiseta del uniforme sea piel de su piel. Lágrimas que, al acecho de un palé, le engastan el alma.
Y entonces, ese diente de león. Ingrávido en el patio. Solos él y él. Con sus radios filamentosos estirados hasta la esférica plenitud. Como esos balones que se despliegan en tensa redondez cuando son lanzados a los cielos. Esos mismos cielos azules que ahora atraen irresistiblemente al diente de león, en una inexorable ascensión que deja atrás el patio. Y a él. Que, por eso, arroja al suelo lo que le afana las manos. Estrépito de vajilla quejosa. Muy frágil, en letras rojas. Mala suerte.
Pero la buena viaja, inaprensible, en esa burbuja blanca que se aleja por momentos, aprestada para quién sabe qué rutas. No se le puede escapar.
Se empina sobre las puntas de los pies, alarga los brazos sin que le importe descoyuntarlos. Mejor. Serían motivo de baja. Siente, o acaso lo imagina, que casi roza el diente de león. Pero no se lo hinca.
Tal vez haya sido la propia yema astillada de su dedo corazón la que ha empujado a ese trotacielos un poco más lejos de él. Ahora ya no puede renunciar. No cabe la posibilidad de dejarlo pasar como a lo ignorado. Porque el diente de león también le ha visto. Allí está, surcando el espacio del patio, como un globo ocular que navega en las corrientes de aire caliente. Observándolo, fijamente, en sus manoteos inanes, en sus traspiés desesperados por alcanzarlo. Como si se burlara. Pero también (sí) como si lo estuviese esperando. Allá arriba. Volviendo su mirada hacia él. Desafiante. Tal vez desdeñoso, pero preguntando: "¿Qué? ¿Vienes?".
Así que va por él. Llévame contigo. Ni corto ni perezoso, encara el muro de palés que tiene frente a sí, apilados unos sobre otros. Los ataca como si fueran el Annapurna. Sus dedos se aferran a las junturas. Sus pies buscan los intersticios. Ya es como una enorme cochinilla adherida a su pared. Y comienza a escalar. Poseso.
El diente de león. No lo puede perder. Trata de conservarlo en todo momento dentro de su campo de visión, humeante por los chorretones de sudor que se le descuelgan de las cejas y le van a desaguar en los ojos, velándoselos con una calima que pone a hervir el contorno de las cosas.
Los dedos se le han engarfiado, como garras, pero se le agarrotan, se le pelan, cuando violan las ranuras. Sin orden ni concierto. La que pillan más a mano. El pie va a introducirse, avasallando, en un resquicio entre palés, como si fuera el amo del cotarro. Pero no hay hueco. Va a dar contra una superficie dura, inconmovible, que no se retira, que no se apiada. Se siente sin asidero. Se siente caer.
Los músculos de la espalda dan un respingo de terror. Esa sensación de vértigo. El estómago en suspensión. El futuro en el aire. El vacío lo llama. La hostia va a ser tremenda.
Alza la mirada, hacia el diente de león que se abisma en dirección contraria a la de su cuerpo. Los dos en caída libre, hacia fondos distintos. El del suelo. El del cielo. No se van a encontrar en el medio. Este pensamiento le chuta tanta rabia que saca fuerzas de flaqueza, verticalidad del precipicio. Vuelve a agarrarse, con un grito salvaje, como hiedra trepadora. Con tanto impulso, calculado con tamaña desmesura, que, para su sorpresa, corona el montículo de una tacada, en un solo asalto. Hace cumbre en los palés.
Todo le da un vuelco. El diente de león se le ha estampado en la nariz. Se la cosquillea, algodonoso. Se posa en su hombro. Tan perfecto. Tan catártico. Por fin lo atrapa. Es suyo. Al menos, hasta que le toque liberarlo. Primero, el deseo. Mientras aún gorjea en la jaula de su puño. El diente de león se traga su anhelo, lo mastica y se lo lleva a las alturas, pegado al cielo de la boca.
Lo ve desaparecer en la lontananza azul desde el patio, encaramado a los palés que tendrá que desmontar. Escalar una montaña para luego deshacerla piedra por piedra. Para hacerlo, aún le quedan por delante tres horas de perpetua. Pero ya es libre. Porque todavía lo es para desearlo.
El diente de león ruge en lo alto.