jueves, 26 de febrero de 2015

Dumbo en la bañera

Estaba en el baño haciendo mis cosas (no especificaré la índole de las intimidades, morbosos) y de pronto... ¡zas! Casi suelto un grito... En mi bañera se había colado un... bueno, dejo que lo adivinéis vosotros. Para aquellos a los que una infancia delante de la caja tonta os haya esquilmado la imaginación, daré pistas: es un bicho de un apéndice nasal gongorino (o superlativo que diría Quevedo), de constitución robusta y hueso ancho, que dirían algunos en la consulta del endocrino, cuyo rencor no deberías ganarte porque dicen que son de memoria larga, y el ratoncito Pérez, con sus colmillos, podría convertirse en mayorista. Ah, y barrita, que, además de una barra pequeña, es un verbo muy bonito (yo barrito, tú barritas, él...). Lo que da de sí una alfombrilla de baño colgada al descuido en una mampara de ducha...


viernes, 13 de febrero de 2015

Las cincuenta (o más) sombras de la grey

Voy a confesar algo que tal vez suponga el descalabro de mi persona en vuestra estima. Sí, así muy en plan Alcohólicos Anónimos, confesaré que yo leí "50 Sombras de Grey". ¿Pero no eras tú la tía que leía a Dostoievski?, argüiréis algunos. Sí, sí, la misma que viste y calza, que lo cortés no quita lo valiente.
¿Que por qué lo leí? Pues por los mismos motivos por los que lo lee todo el mundo. Por curiosidad, por morbo. Porque se lee como quien mea: sin hacer el mínimo esfuerzo.
Y eso no está mal. La evasión no es censurable. Ya sabemos que aquí todos llevamos la vida muy arrastrada y necesitamos nuestro Sálvame, nuestro fútbol y nuestros látigos para superar la crisis de la mediana edad al final del día. Allá cada quien con sus demonios. Somos muy libres de descargar tensiones como nos salga del magín.
El problema comienza cuando el mero entretenimiento me lo vendes, para encumbrarlo, con adornos y zarandajas que nada tienen que ver con la realidad. Porque, en el caso de los libros que nos ocupan, he llegado a escuchar que suponen un hito en la liberación de las mujeres, en su sexualidad. Y aquí es donde yo empiezo a partirme de risa.
Esta trilogía te promete transgresión. Transgresión auténtica. Revolución de la de verdad. Y luego nada. Plata de la que cagó la gata. Este libro no es más que el cuento de la Cenicienta con pezoneras. Normal que guste. A la gente le gusta la Cenicienta. A la gente le gusta el porno. Mézclalos. O fusiónalos, que está más de moda. Música fusión, cocina fusión... Fusionar es la clave cuando ya todo está inventado. Inventado y manido como el machismo rancio y recalcitrante que impregna todas y cada una de las páginas.
Para empezar, al tipo protagonista le entra sin venir a cuento una vena de endocrino que no se la puede aguantar y que le impulsa a prescribirle una dieta a la tipa protagonista porque a él se le antoja que está muy flaca.
Para seguir, como si decirle lo que debe comer fuera moco de pavo, le compra también un guardarropa al completo y le impone cómo tiene que combinarlo. Para finalizar, y sólo por poner un ejemplo más, dado que podría extenderme hasta el infinito y aquí no estamos para cansar a nadie, en uno de los episodios más abominables que recuerdo, después de que la tipa haga top less, el sujeto se dedica a fingir un arranque pasional que aprovecha, el muy astuto de él, para sembrarle el cuerpo de chupetones con el fin de que no vuelva a enseñar los pechos a hombres que no sean él y su ego. Marcada como una vaca. La maté porque era mía.
En esta ocasión, la tipa sí reacciona: se enfada un poco.
En lugar de correr a la comisaría más cercana para ponerle una denuncia como una catedral a tamaño psicópata, se cabrea un poquito con él. Bueno.
Y toda esta ristra de lindezas la justifican con el mantra de que al protagonista le encanta "tenerlo todo controlado". Así que nada, yo saldré a la calle kalashnikov en ristre y, después de ametrallar a todo el mundo, alegaré tener "muy mal pronto". Por ejemplo.
Ah, y, si nos metemos ya en el terreno sexual, que, a fin de cuentas, es de lo que trata el libro, resulta que el carácter atormentado y así como difícil del pájaro protagonista se debe a que está profundamente traumatizado por las perversiones de cama a que lo sometió en su adolescencia una señora mayor que él, la cual, por lo que nos dejan entender a los avispados lectores, era bastante cerda. Claro. Pobrecillo. Una vieja verduscona, una perdularia de lo peor, que lo llevó por el camino del vicio y lo convirtió en el ser torturado al que todo se le puede aguantar. Pérfida.
En cambio, cuando él se dedica a azotar a la infeliz protagonista y a introducirle tampones por los distintos orificios de su cuerpo, en realidad lo que está haciendo es expandir los límites de su sexualidad y abrirle la mente (además de las piernas). Encomiable benefactor. Tócate los huevos. O lo que quieras.
Por no hablar de que la protagonista neófita le tiene bastante inquina a la que le precedió entre las sábanas, es decir, a la execrable lagartona que enseñó al pájaro todo lo que sabe y que lo dejó tan amaestradico en arte amatoria. Una habilidad que, supuestamente, enloquece a la protagonista, razón por la que debería estar agradecida a la lagarta en vez de guardarle rencor. Pero ése es otro tema. Lo que importa aquí es que, en lo tocante a sexualidad, se usa un doble rasero bastante putridillo.
Peeeero... podría decirme algún enterado. Peeeero, ¿no te das cuenta de que no has entendido nada? ¡El mensaje del libro! ¡El emotivo mensaje que viene contenido ya en el propio título! ¡Que no te enteras, contreras! ¡Tanto estudio para esto! Ay, sí... el bendito mensaje. Las 50 sombras... Ni una más ni una menos. Tan sombrías las cincuenta... Resulta que, en el fondo, por mucho que parezca que es el macho el que domina, al final es ella, la hembra, la que le salva a él, subvirtiendo así el tópico del caballero a lomos de brioso corcel al rescate de damiselas encerradas en torres y enredadas en otros entuertos. Si eso no es transgresor, que baje Dios ahora mismo y que decida. Tenéis razón. ¡Bravo! Plas, plas. Precioso. Transgresor que te rilas.
En realidad, esa presunta vuelta de tuerca se enraiza en una tradición que ya constituye un género en sí mismo, ya abordado mil veces en la literatura y el cine, del que así, a bote pronto, se me ocurren como ejemplos paradigmáticos "Don Juan Tenorio" y "Pretty Woman". En ambos casos, ella le salva a él. En el primer caso, ella es una novicia. En el segundo, una puta. Así cubrimos al completo el espectro que va desde la castidad a la ligereza de cascos. Y la protagonista de "50 Sombras", a la que pintan como un ratón de biblioteca, en el medio. Entre las monjas y las prostis. Pero ella también le salva a él. En los tres casos, es la bondad, la pureza de alma de las mujeres, la que logra redimir al macho corrupto de sus desmanes y turbiedades. Contagiados por ellas, todos se meten ipso facto a Teresa de Calcuta. Muy bonito. Romántico que te rilas.
Pero se olvidan de que están partiendo de una premisa totalmente falaz: la de que se puede salvar a alguien. Obviamente, el cine y la literatura están en su derecho de propalar esa idea. El problema comienza cuando intentas trasladarla a la vida real. Aviso, ahí va un spoiler: no funciona.
Se olvidan de mencionar que, en el mundo cruel, cada uno debería salvarse a sí mismo. Y el que no sepa hacerlo, mejor que se vaya con su madre, que para algo le parió. Depender de otro para lograr la redención sólo ocasiona sufrimiento. Amén de que es totalmente insano confundirlo con el amor.
Y aquí es donde falla estrepitosamente "50 Sombras de Grey". Donde comienza a ser peligroso y pierde toda su inocencia jocosa de porno para mamás. Este libro nos vende la perversa idea de que un amor tan enfermo como el que expone resulta deseable. Que con una relación de ese pelo se puede alcanzar la felicidad. La literatura puede y debe mostrar las aberraciones de la vida, las deformidades del ser humano. Pero es pertinente que nos las presente como tales. Incluso es lícito que las deje ahí, aséptica, amoralmente (si es que eso es posible, que lo dudo). Pero no las disfraces de envidiable cuento de hadas, de codiciable utopía. Porque lo que leemos acaba configurando cómo vivimos. El mundo de la ficción acaba por ser aquél en el que querríamos existir. Y el lector que trate de sacar a la realidad "50 Sombras de Grey" no podrá sentirse sino estafado. Frustrado. Y, lo que es peor: sufrirá como cosaco en época de ley seca.
No exagero. He oído a mujeres desear: "Quiero a un Christian Grey en mi vida". Es entonces cuando hay que enarcar la ceja y decir admonitoriamente: "Ten cuidadito con lo que deseas, chata, porque tal vez se cumpla".
Y ojalá que no se cumpla porque, a fin de cuentas, el porno y los cuentos de hadas algo tienen en común: que no hay que creérselos.

domingo, 8 de febrero de 2015

¡¡¡Ayayayayayayaya, México lindo!!!

Que tenga que ser la menda, la abstemia reconocida, la que se gane un tequilita de la casa por cantar "Cielito lindo" más alto que nadie... Ay, carnal, si es que Dios da pan a quien no tiene dientes. Luego, y sin que tuviera que concurrir el alcohol, llegarían "Cucurrucucu, paloma" y "La bamba" y...




domingo, 1 de febrero de 2015

La magia de la radio y su onda expansiva

Venga, voy a contar una bonita y ñoña, por aquello de que es domingo por la noche y tal, y que hace un tiempito que no glaseo el pastel.
La historia proviene de fuentes fidedignas amén de eibarresas (léase mi querido Juanma Cano Gutiérrez, que me mantiene informada de las novedades que acaecen por esos predios norteños en los que me sentí tan en casa).
Hace ya dos años (mare mía... ¡dos años!) andaba yo con mi rutina de cuentos radiofónicos los miércoles y escribí uno con motivo de los Carnavales sobre la tradición del entierro de la sardina. En tono cómico y amable y tal. Total que llamó una señora a la radio para dejar constancia de que se había reído mucho y dar las gracias por ello (sí, en la radio local sientes la sensación, tan gratificante como de ciencia ficción en los medios de comunicación actuales, de que estás ofreciendo un servicio público valioso a la comunidad). El caso, que me pierdo, es que le pregunté a la señora cómo se llamaba. Jesusa. Se llamaba Jesusa. Y yo, agradecida por el detalle que había tenido la susodicha de tomarse la molestia de telefonear, le prometí que, en el siguiente cuento, algún personaje llevaría su nombre. Ahí acabó el episodio. Tras este trapicheo de onomástica literaria (que creo recordar cumplí como mujer de palabra), nunca más volví a hablar con Jesusa. No sé cómo es su cara. Ella tampoco conoce la mía.
Y el otro día, dos años después, (insisto), me cuentan que Jesusa (¡mi Jesusa!, exclamé con emoción) ha vuelto a llamar a la radio para pedir que, en la festividad de San Blas, que se celebra en Éibar dentro de dos días, vuelvan a emitir el cuento que escribí a propósito de esa señalada fecha, más de un año después de que mi voz dejara de escucharse en las ondas eibarresas.
¿Moraleja? Pues que yo no he visto en mi vida a Jesusa, ella no me ha visto a mí, intercambiamos unas palabras que podrían contarse con los dedos de la mano (bueno, igual también habría que tirar de los de los pies), y, sin embargo, yo me acuerdo de su nombre y ella se acuerda de mis cuentos. Y entonces es cuando te sientes capaz de determinar en qué consiste esa magia de la radio de la que todo el mundo habla y que, en cuanto a definición, se queda un poco en el aire: es, ni más ni menos, el cariño entre desconocidos que se conocen. Un cariño cuya onda expansiva llega sorprendentemente lejos. Y que, seamos redundantes, te deja con una onda la mar de buena.