jueves, 13 de noviembre de 2014

El misterio de la insistencia sin sentido

Hace tres semanas que paso a diario por la estación de metro de Nuevos Ministerios, y tres son las semanas en las que diariamente me he visto interceptada por un animoso muchacho que, apenas me divisa, se aplica a dar saltitos vistosos, a agitar los brazos como si fuese un náufrago tratando de llamar la atención de un trasatlántico desde su isla desiertísima llena de cocoteros, y a ejecutar otra serie de cabriolas circenses con mayor o menor gracia. ¿Que por qué lo hace? Pues porque trata de venderme una tarjeta, un producto bancario o alguna otra cosa de ese pelo que ya no recuerdo y por la que no siento el más mínimo interés, como creí haber dejado constancia con meridiana claridad y contundencia en nuestra primera entrevista.

Pues nada. Invariablemente, en cuanto me ve, vuelta la mula al trigo con su particular danza de la lluvia. Al principio, le esquivaba. Ahora, simplemente le miro con cara de pena y le pregunto: "Pero, en serio, ¿otra vez?".
Esta contumacia me está empezando a parecer realmente sorprendente, así que, como una adolescencia leyendo a Sherlock Holmes me ha dejado vicios y secuelas irreparables en el cerebro, he perdido el tiempo en elaborar una lista de hipótesis que, bajo mi punto de vista, son plausibles a la hora de explicarla:

1) Mi cara es muy poco memorable y, de un día para otro, dado el gran volumen de caras que presumiblemente ve el chaval a lo largo de la jornada, se le olvida.

2) La política de su empresa hizo que tuviese que firmar una cláusula en su contrato que reza "manténgase inasequible al desaliento por mucho que vea el asunto tan negro como el sobaco de una hormiga".

3) El chaval, de motu proprio, es un optimista nato y confía en que mi almohada sea más sabia que yo, de modo que, un buen día, yo le diga: "Tenías razón todo este tiempo.  Anoche mi almohada me dijo 'compra esa tarjeta/producto bancario/llámalo X... Sea lo que carajo sea, ¡cómpralo!', y he decidido hacerle caso. De hecho, ahora lo que me pregunto es ¡¡¡cómo he podido vivir todos estos años sin esto que me vendes!!! ¡Gracias por abrirme los ojos, querido benefactor!".

4) Quiere ligar conmigo.

5) Quiere vengarse de que tenga las cosas tan claras y de que mi indiferencia no le dé ni opción a explicarse y, en consecuencia, se dedica a hacerme la puñeta.

No sé cuál de estas hipótesis será la verdadera. No creo que vaya a descubrirlo jamás. Puede que no sea ninguna. O puede que sea una pequeña parte de las cinco. A fin de cuentas, tal vez la verdad sólo sea la mezcla de muchas cosas.

Los viejunos y la pela

Sabes definitivamente que te has hecho mayor el día que recibes el catálogo navideño de Toysrus y, en vez de en los juguetes, te fijas más en el precio que aparece al lado (a una media de 50 machacantes la cocinita o el Action Man) y te preguntas con verdadera intriga cómo se las ingeniaban tus padres para sonreír aparentando ilusionarse cuando hacías las peticiones a sus Majestades estampando el dedo en más objetivos de la cuenta, en lugar de hacerse el harakiri allí mismo y gritar con desesperación: "¿¿Y qué más, pequeña e insaciable sanguijuela, y qué más??".
Pues sí, señores. He tardado 25 años, pero ese aciago día ha llegado. Me he hecho mayor.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Te comería a versos

Le hablaron de la versófaga y, como nunca había visto ninguna, se fue a conocerla. Cuando la tuvo delante, le preguntó:
-Vamos a ver, ¿tú a qué te dedicas?
Y la versófaga le respondió:
-Pues verás, yo soy artista, y por eso hago las cosas por amor al arte. Es decir, que vivo del aire. Y como los versos están hechos en un noventa por ciento de aire (el talento y la inspiración tan sólo son el diez por ciento restante), básicamente mi dieta se compone de versos.
-¿Y eso cómo se come?
-Pues resulta que cuando compongo un poema sobre una realidad, esa realidad me alimenta. Chute de nutrientes a cambio de chute de estrofas.Es sencillo. Quid pro quo.
-Eso sí que no me lo trago.
-Da igual que tú te lo tragues o no para que la verdad sea la que es.
Y él recapituló:
-Entonces, me estás diciendo que, por ejemplo, ¿podrías comerme a mí?
-¡Claro!
-¿Cómo?
-Componiéndote un poema de amor.
-Pues venga, inténtalo.
Y la versófaga sonrió:
-Tú lo has querido... De hecho, son tantas las ganas que te tengo, que para comerte a ti sólo necesito dos versos.
-¿Cuáles?

-"Ñam
   ñam".

En cuanto la versófaga lo recitó, él soltó un alarido por el salvaje mordisco que le propinó esta rima consonante. Y de tanto como la versófaga le quiso en adelante, el pobre hombre se quedó en los huesos.